La esperanza

Expecta Dominum, espera en el Señor; vive de la esperanza, nos sugiere la Iglesia, con amor y con fe. Viriliter age, pórtate varonilmente. ¿Qué importa que seamos criaturas de lodo, si tenemos la esperanza puesta en Dios? Y si en algún momento un alma sufre una caída, un retroceso -no es necesario que suceda-, se le aplica el remedio, como se procede normalmente en la vida ordinaria con la salud del cuerpo, y ¡a recomenzar de nuevo! (Amigos de Dios, 94).

Hace ya bastantes años, con un convencimiento que se acrecentaba de día en día, escribí: espéralo todo de Jesús: tú no tienes nada, no vales nada, no puedes nada. Él obrará, si en Él te abandonas. Ha pasado el tiempo, y aquella convicción mía se ha hecho aún más robusta, más honda. He visto, en muchas vidas, que la esperanza en Dios enciende maravillosas hogueras de amor, con un fuego que mantiene palpitante el corazón, sin desánimos, sin decaimientos, aunque a lo largo del camino se sufra, y a veces se sufra de veras. (Amigos de Dios, 205).  

A mí, y deseo que a vosotros os ocurra lo mismo, la seguridad de sentirme -de saberme- hijo de Dios me llena de verdadera esperanza que, por ser virtud sobrenatural, al infundirse en las criaturas se acomoda a nuestra naturaleza, y es también virtud muy humana. Estoy feliz con la certeza del Cielo que alcanzaremos, si permanecemos fieles hasta el final. (Amigos de Dios, 208).

En ti, Señor, esperé. —Y puse, con los medios humanos, mi oración y mi cruz. —Y mi esperanza no fue vana, ni jamás lo será. (Camino, 95).

Hemos de adquirir la medida divina de las cosas, no perdiendo nunca el punto de mira sobrenatural, y contando con que Jesús se vale también de nuestras miserias, para que resplandezca su gloria. Por eso, cuando sintáis serpentear en vuestra conciencia el amor propio, el cansancio, el desánimo, el peso de las pasiones, reaccionad prontamente y escuchad al Maestro, sin asustaros además ante la triste realidad de lo que cada uno somos; porque, mientras vivamos, nos acompañarán siempre las debilidades personales. (Amigos de Dios, 194).

“Es tiempo de esperanza, y vivo de este tesoro. No es una frase, Padre me dices, es una realidad”.

Entonces…, el mundo entero, todos los valores humanos que te atraen con una fuerza enorme amistad, arte, ciencia, filosofía, teología, deporte, naturaleza, cultura, almas…, todo eso deposítalo en la esperanza: en la esperanza de Cristo. (Surco, 293).

Crezcamos en esperanza, que de este modo nos afianzaremos en la fe, verdadero fundamento de las cosas que se esperan, y convencimiento de las que no se poseen (Hebr XI, 1). Crezcamos en esta virtud, que es suplicar al Señor que acreciente su caridad en nosotros, porque sólo se confía de veras en lo que se ama con todas las fuerzas. Y vale la pena amar al Señor. Vosotros habéis experimentado, como yo, que la persona enamorada se entrega segura, con una sintonía maravillosa, en la que los corazones laten en un mismo querer. ¿Y qué será el Amor de Dios? ¿No conocéis que por cada uno de nosotros ha muerto Cristo? Sí, por este corazón nuestro, pobre, pequeño, se ha consumado el sacrificio redentor de Jesús.  

Frecuentemente nos habla el Señor del premio que nos ha ganado con su Muerte y su Resurrección. Yo voy a preparar un lugar para vosotros. Y cuando habré ido, y os haya preparado lugar, vendré otra vez y os llevaré conmigo, para que donde yo estoy estéis también vosotros (Ioh XIV, 2-3). El Cielo es la meta de nuestra senda terrena. Jesucristo nos ha precedido y allí, en compañía de la Virgen y de San José -a quien tanto venero-, de los Ángeles y de los Santos, aguarda nuestra llegada. (Amigos de Dios, 220).  

¡Qué maravilloso será cuando Nuestro Padre nos diga: siervo bueno y fiel, porque has sido fiel en las cosas pequeñas, yo te confiaré las grandes: entra en el gozo de tu Señor! (Mt XXV, 21) ¡Esperanzados! Ese es el prodigio del alma contemplativa. Vivimos de Fe, y de Esperanza, y de Amor; y la Esperanza nos vuelve poderosos. ¿Recordáis a San Juan?: a vosotros escribo, jóvenes, porque sois valientes y la palabra de Dios permanece en vosotros, y vencisteis al maligno (1 Ioh II, 14). Dios nos urge, para la juventud eterna de la Iglesia y de la humanidad entera. ¡Podéis transformar en divino todo lo humano, como el rey Midas convertía en oro todo lo que tocaba!  

No lo olvidéis nunca: después de la muerte, os recibirá el Amor. Y en el amor de Dios encontraréis, además, todos los amores limpios que habéis tenido en la tierra. El Señor ha dispuesto que pasemos esta breve jornada de nuestra existencia trabajando y, como su Unigénito, haciendo el bien (Act X, 38). Pidamos a Santa María, Spes nostra, que nos encienda en el afán santo de habitar todos juntos en la casa del Padre. Nada podrá preocuparnos, si decidimos anclar el corazón en el deseo de la verdadera Patria: el Señor nos conducirá con su gracia, y empujará la barca con buen viento a tan claras riberas. (Amigos de Dios, 221). 

Saludos,        

Departamento de Familia