LA DIGNIDAD DE LOS HIJOS DE DIOS

Promover el desarrollo de los pueblos, especialmente de los más necesitados, no es misión exclusiva de hombres o mujeres extraordinarios, o de profesionales específicamente dedicados a la política y a la economía. «Piensa en los demás —antes que nada, en los que están a tu lado— como en lo que son: hijos de Dios, con toda la dignidad de ese título maravilloso». Prosigue San Josemaría, en una homilía de 1956: «Hemos de portarnos como hijos de Dios con los hijos de Dios». Y concluye: «No se trata de un ideal lejano». Por tanto, a todos los miembros de la familia humana corresponde el derecho y el deber de hacer de la vida una tarea de servicio a los demás, porque haber captado en su hondura humana y sobrenatural la dignidad de los hijos de Dios implica haber comprendido también que servir es la actividad más noble y más adecuada a la naturaleza del hombre.

«No hay más que una raza en la tierra: la raza de los hijos de Dios. La caridad cristiana no se limita a socorrer al necesitado de bienes económicos; se dirige, antes que nada, a respetar y comprender a cada individuo en cuanto tal, en su intrínseca dignidad de hombre y de hijo del Creador». Son expresiones de San Josemaría, que tienen mucha relación con la grandeza de la vida corriente. Es decir, la vida corriente es grande, porque su horizonte —el de la existencia de cada persona consciente de su dignidad— no se limita a lo inmediato ni a lo más cercano, sino que alcanza dimensiones universales y, para un cristiano, trascendentes.

Escrivá no ha elaborado una teología de la historia, ni del desarrollo; pero ha predicado y ejercitado una visión del progreso y de la responsabilidad de cada hombre y mujer en la construcción de la sociedad, que «se basan en el respeto a la trascendencia de la verdad revelada y en el amor a la libertad de la humana criatura. Podría añadir que se basa también en la certeza de la indeterminación de la historia, abierta a múltiples posibilidades, que Dios no ha querido cerrar».

También por esta disposición de apertura ante la libertad humana y la incertidumbre del devenir histórico, a San Josemaría no le gustaban —nos lo cuentan sus biógrafos— las teorías generales ni los planteamientos vagos. Para él, respeto y promoción de la dignidad humana tienen un significado preciso y fácilmente comprensible: se es [por eso] cristiano cuando se es capaz de amar no sólo a la Humanidad en abstracto, sino a cada persona que pasa cerca de nosotros.

No surge de esos principios —respeto sagrado a la dignidad humana, amor a la libertad, empeño en promover la concordia y la ayuda mutua— ninguna teoría del desarrollo. A lo largo de su vida, San Josemaría repitió innumerables veces que su misión sacerdotal no podía invadir ilícitamente la esfera de las cuestiones temporales, que los laicos están llamados a resolver con autonomía y sentido de responsabilidad. Pero de esas “ideas madre”, que con tanta fuerza vivió y predicó, sí se derivan algunas consecuencias, que orientan y animan los esfuerzos de muchas personas que contribuyen con su tarea profesional y social al desarrollo de las naciones más pobres.

La conciencia radical de la dignidad del hombre encierra un concepto integral del desarrollo, que contempla no sólo necesidades de bienestar material, sino también la dimensión espiritual de las personas. «Salvarán este mundo nuestro no los que pretenden narcotizar la vida del espíritu, reduciendo todo a cuestiones económicas o de bienestar material, sino los que tienen fe en Dios y en el destino eterno del hombre, y saben recibir la verdad de Cristo como luz orientadora para la acción y la conducta». Documentación. Artículos y Estudios. Sueños y realidades de cooperación. Alberto Ribera.

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Departamento de Familia