La sinceridad

Vuelvo a afirmar que todos tenemos miserias. Pero las miserias nuestras no nos deberán mover nunca a desentendernos del Amor de Dios, sino a acogernos a ese Amor, a meternos dentro de esa bondad divina, como los guerreros antiguos se metían dentro de su armadura: aquel ecce ego, quia vocasti me -cuenta conmigo, porque me has llamado-, es nuestra defensa. No hemos de alejarnos de Dios, porque descubramos nuestras fragilidades; hemos de atacar las miserias, precisamente porque Dios confía en nosotros. 

¿Cómo lograremos superar esas mezquindades? Insisto, por su importancia capital: con humildad, y con sinceridad en la dirección espiritual y en el Sacramento de la Penitencia. Id a los que orientan vuestra almas con el corazón abierto; no lo cerréis, porque si se mete el demonio mudo, es difícil de sacar. 

Perdonad mi machaconería, pero juzgo imprescindible que se grabe a fuego en vuestras inteligencias, que la humildad y -su consecuencia inmediata- la sinceridad enlazan los otros medios, y se muestran como algo que fundamenta la eficacia para la victoria. Si el demonio mudo se introduce en un alma, lo echa todo a perder; en cambio, si se le arroja fuera inmediatamente, todo sale bien, somos felices, la vida marcha rectamente: seamos siempre salvajemente sinceros, pero con prudente educación. 

Quiero que esto quede claro; a mí no me preocupan tanto el corazón y la carne, como la soberbia. Humildes. Cuando penséis que tenéis toda la razón, no tenéis razón ninguna. Id a la dirección espiritual con el alma abierta: no la cerréis, porqué -repito- se mete el demonio mudo, que es difícil de sacar. 

Acordaos de aquel pobre endemoniado, que no consiguieron liberar los discípulos; sólo el Señor obtuvo su libertad, con oración y ayuno. En aquella ocasión obró el Maestro tres milagros: el primero, que oyera: porque cuando nos domina el demonio mudo, se niega el alma a oír; el segundo, que hablara; y el tercero, que se fuera el diablo. (Amigos de Dios, nn. 187-188). 

Saludos,        

Departamento de Familia