El matrimonio: un camino divino

Afrontar esperanzadamente el futuro con fe sobrenatural no significa en absoluto ignorar los problemas. Todo lo contrario: la fe es nuevo acicate para la búsqueda cotidiana de soluciones, certeza de que ni la ciencia ni la conciencia de un científico pueden aceptar sinrazones de mentirosa eficacia, que lleven a negar el amor humano, a cegar las fuentes de la vida, al hedonismo sutil o al más burdo materialismo, que sofocan la dignidad del hombre y lo hacen esclavo de la tristeza.

Salvarán este mundo nuestro —permitid que lo recuerde—, no los que pretenden narcotizar la vida del espíritu, reduciendo todo a cuestiones económicas o de bienestar material, sino los que tienen fe en Dios y en el destino eterno del hombre, y saben recibir la verdad de Cristo como luz orientadora para la acción y la conducta. Porque el Dios de nuestra fe no es un ser lejano, que contempla indiferente la suerte de los hombres. Es un Padre que ama ardientemente a sus hijos, un Dios Creador que se desborda en cariño por sus criaturas. Y concede al hombre el gran privilegio de poder amar, trascendiendo así lo efímero y lo transitorio.

Las vidas humanas, que son santas, porque vienen de Dios, no pueden ser tratadas como simples cosas, como números de una estadística. Al considerar la realidad profunda de la vida, se escapan del corazón humano sus afectos más nobles. ¡Con qué amor, con qué ternura, con qué paciencia infinita, miran los padres a sus hijos antes incluso de que nazcan! ¿Y acaso no vive por igual la generosidad incansable, la atención a lo concreto, o la serenidad de juicio, el teólogo que desmenuza el sentido de la palabra divina sobre la vida humana? ( Discursos sobre la Universidad: El compromiso de la verdad. Punto 8).

“El amor puro y limpio de los esposos es una realidad santa que yo, como sacerdote, bendigo con las dos manos. La tradición cristiana ha visto frecuentemente, en la presencia de Jesucristo en las bodas de Caná, una confirmación del valor divino del Matrimonio: “Fue nuestro Salvador a las bodas —escribe San Cirilo de Alejandría— para santificar el principio de la generación humana” (S. Cirilo de Alejandría; In Ioannem commentarius) Es Cristo que pasa, n. 24.

“Hablaré de algo que conozco bien, y que es experiencia sacerdotal mía, ya de muchos años y en muchos países. (…) El amor humano y los deberes conyugales son parte de la vocación divina.

Llevo casi cuarenta años predicando el sentido vocacional del matrimonio. ¡Qué ojos llenos de luz he visto más de una vez, cuando —creyendo, ellos y ellas, incompatibles en su vida la entrega a Dios y un amor humano noble y limpio— me oían decir que el matrimonio es un camino divino en la tierra!

El matrimonio está hecho para que los que lo contraen se santifiquen en él, y santifiquen a través de él: para eso los cónyuges tienen una gracia especial, que confiere el sacramento instituido por Jesucristo. Quien es llamado al estado matrimonial, encuentra en ese estado —con la gracia de Dios— todo lo necesario para ser santo, para identificarse cada día más con Jesucristo, y para llevar hacia el Señor a las personas con las que convive.

Por esto pienso siempre con esperanza y con cariño en los hogares cristianos, en todas las familias que han brotado del sacramento del matrimonio, que son testimonios luminosos de ese gran misterio divino —sacramentum magnum! (Eph 5, 32), sacramento grande— de la unión y del amor entre Cristo y su Iglesia. Debemos trabajar para que esas células cristianas de la sociedad nazcan y se desarrollen con afán de santidad, con la conciencia de que el sacramento inicial —el bautismo— ya confiere a todos los cristianos una misión divina, que cada uno debe cumplir en su propio camino”. (‘Conversaciones con Monseñor Escrivá de Balaguer’. La mujer en la vida del mundo y de la Iglesia. Punto 91).

Todo lo necesario para ser santos

“Los esposos cristianos han de ser conscientes de que están llamados a santificarse santificando, de que están llamados a ser apóstoles, y de que su primer apostolado está en el hogar. Deben comprender la obra sobrenatural que implica la fundación de una familia, la educación de los hijos, la irradiación cristiana en la sociedad. De esta conciencia de la propia misión dependen en gran parte la eficacia y el éxito de su vida: su felicidad.

“Quien es llamado al estado matrimonial, encuentra en ese estado —con la gracia de Dios— todo lo necesario para ser santo, para identificarse cada día más con Jesucristo, y para llevar hacia el Señor a las personas con las que convive” (San Josemaría).

Pero que no olviden que el secreto de la felicidad conyugal está en lo cotidiano, no en ensueños. Está en encontrar la alegría escondida que da la llegada al hogar; en el trato cariñoso con los hijos; en el trabajo de todos los días, en el que colabora la familia entera; en el buen humor ante las dificultades, que hay que afrontar con deportividad; en el aprovechamiento también de todos los adelantos que nos proporciona la civilización, para hacer la casa agradable, la vida más sencilla, la formación más eficaz.

Digo constantemente, a los que han sido llamados por Dios a formar un hogar, que se quieran siempre, que se quieran con el amor ilusionado que se tuvieron cuando eran novios. Pobre concepto tiene del matrimonio —que es un sacramento, un ideal y una vocación—, el que piensa que el amor se acaba cuando empiezan las penas y los contratiempos, que la vida lleva siempre consigo. Es entonces cuando el cariño se enrecia. Las torrenteras de las penas y de las contrariedades no son capaces de anegar el verdadero amor: une más el sacrificio generosamente compartido. Como dice la Escritura, aquae multae —las muchas dificultades, físicas y morales— non potuerunt extinguere caritatem (Cant 8, 7), no podrán apagar el cariño”. (‘Conversaciones con Monseñor Escrivá de Balaguer’. La mujer en la vida del mundo y de la Iglesia. Punto 91).

No rebajar el don de la caridad

“Pedid con osadía al Señor este tesoro, esta virtud sobrenatural de la caridad, para ejercitarla hasta en el último detalle.

Con frecuencia, los cristianos no hemos sabido corresponder a ese don; a veces lo hemos rebajado, como si se limitase a una limosna, sin alma, fría; o lo hemos reducido a una conducta de beneficencia más o menos formularia. 

Para que se os metiera bien en la cabeza esta verdad, de una forma gráfica, he predicado en millares de ocasiones que nosotros no poseemos un corazón para amar a Dios, y otro para querer a las criaturas: este pobre corazón nuestro, de carne, quiere con un cariño humano que, si está unido al amor de Cristo, es también sobrenatural. Esa, y no otra, es la caridad que hemos de cultivar en el alma, la que nos llevará a descubrir en los demás la imagen de Nuestro Señor”. (Amigos de Dios. Con la fuerza del amor. Punto 229). San Josemaría Escrivá. Para hablar con Dios.

Saludos,        

Departamento de Familia