Para San Josemaría, “el examen de conciencia responde a una necesidad de amor, de sensibilidad” (F, 110). Es la delicadeza del alma enamorada de Dios, que busca agradar a su Señor hasta en los más pequeños detalles: “Cómo entiendo la pregunta que se formulaba aquella alma enamorada de Dios: ¿ha habido algún mohín de disgusto, ha habido algo en mí que te pueda a Ti, Señor, Amor mío, doler? –Pide a tu Padre Dios que nos conceda esa exigencia constante de amor” (F, 494).
Ese diálogo, fruto de la amorosa relación personal entre el cristiano y Dios, es el lugar propio del examen de conciencia (cfr. CECH, p. 431). Para San Josemaría, el examen no es simple introspección, una especie de monólogo interior que versa sobre uno mismo y sus obras, para calibrar, incluso hasta la exageración, si va bien o si va mal, pues “el cristiano no es un maníaco coleccionista de una hoja de servicios inmaculada” (ECP, 75).
El examen es una forma de oración, en la que el hombre considera su propia vida en la presencia de Dios, en diálogo con el Señor, y con la ayuda de su gracia: “Jesús, si en mí hay algo que te desagrada, dímelo, para que lo arranquemos” (F, 108). En este ambiente de trato amoroso con Dios, queda descartado el peligro de las rigideces o de una estima excesiva del esfuerzo humano en el progreso espiritual: el alma se confía a Dios en su caminar, pues de Él recibe la luz para saber dónde luchar y la fuerza para hacerlo.
El examen de conciencia es tarea que requiere empeño serio, pues el bien que está en juego es el más alto. Para ilustrar esta realidad, San Josemaría acude a la comparación con la gestión de los negocios humanos: “Examen. –Labor diaria. –Contabilidad que no descuida nunca quien lleva un negocio. ¿Y hay negocio que valga más que el negocio de la vida eterna?” (C, 235).
La comparación, ya usada desde antiguo en la Iglesia (cfr. CECH, pp. 423-424), es sencilla e ilustrativa: llevar adelante un negocio requiere la contabilidad de gastos e ingresos, detectar qué y cómo se puede mejorar, poner remedio a los fallos, etc. Alcanzar la vida eterna es la finalidad del gran negocio del cristiano, que se concreta en la pelea diaria por corresponder a la gracia divina. Paso previo y punto de partida para esa lucha es el examen de conciencia.
Descuidarlo es un serio peligro: “Hay un enemigo de la vida interior, pequeño, tonto; pero muy eficaz, por desgracia: el poco empeño en el examen de conciencia” (F, 109). Nada importa tanto al cristiano como acercarse más y más a Dios, por lo que procurará siempre “hacer a conciencia el examen de conciencia” (Del Portillo, Carta 8-XII-1976, n. 8: Fernández Carvajal, 2004, III, p. 391).
El examen es tarea diaria. “No me dejes todos los días, por la noche, el examen: es cuestión de tres minutos” (CECH, p. 422), recomendaba San Josemaría a uno de sus hijos, sugiriendo el momento y el tiempo para llevarlo a cabo: al final de la jornada y con brevedad.
Para un examen más detenido, con “más hondura y más extensión” (C, 245), quedan los días de retiro mensual y del curso de retiro anual: “Días de retiro. Recogimiento para conocer a Dios, para conocerte y así progresar. Un tiempo necesario para descubrir en qué y cómo hay que reformarse: ¿qué he de hacer?, ¿qué debo evitar?” (S, 177). En la quietud y recogimiento de los días de retiro, a solas con Dios, en esa “bendita soledad que tanta falta hace para tener en marcha la vida interior” (C, 304), el cristiano, lejos de los afanes de la jornada, tiene la oportunidad de considerar con más detenimiento y amplitud su vida espiritual, y buscar la conversión: “¿Hay algo en tu vida que no responde a tu condición de cristiano y que te lleve a no querer purificarte? –Examínate y cambia” (F, 480).
San Josemaría insiste también en la importancia de estar vigilantes en todo momento: “Acostumbraos a ver a Dios detrás de todo, a saber que Él nos aguarda siempre, que nos contempla y reclama justamente que le sigamos con lealtad, sin abandonar el lugar que en este mundo nos corresponde. Hemos de caminar con vigilancia afectuosa, con una preocupación sincera de luchar, para no perder su divina compañía” (AD, 218).
Con esa actitud de “vigilancia”, no hace referencia a un hábito de autocontrol permanente, sino más bien a una actitud del espíritu, a una disposición de ánimo propia del alma enamorada, pues “cuando se ama de veras…, siempre se encuentran detalles para amar todavía más” (F, 420).
Es una vigilancia serena que procede del amor a Dios, que busca amarle más y mejor en todo momento, y que se concreta en la amorosa resolución de “comenzar y recomenzar (la lucha) en cada momento, si fuera preciso” (AD, 219; cfr. AD, 214). El camino para formar en el alma ese espíritu de examen, es la buena realización diaria del examen de conciencia, y el crecimiento en el amor de Dios.
Saludos,
Departamento de Familia