El verdadero cristiano está siempre dispuesto a comparecer ante Dios. Porque, en cada instante —si lucha para vivir como hombre de Cristo—, se encuentra preparado para cumplir su deber.
Cara a la muerte, ¡sereno! —Así te quiero. —No con el estoicismo frío del pagano; sino con el fervor del hijo de Dios, que sabe que la vida se muda, no se quita. —¿Morir?… ¡Vivir!
Doctor en Derecho y en Filosofía, preparaba una oposición a cátedra, en la Universidad de Madrid. Dos carreras brillantes, realizadas con brillantez.
Recibí un aviso suyo: estaba enfermo, y deseaba que fuera a verle. Llegué a la pensión, donde se hospedaba. —“Padre, me muero”, fue su saludo. Le animé, con cariño. Quiso hacer confesión general. Aquella noche falleció.
Un arquitecto y un médico me ayudaron a amortajarle. —Y, a la vista de aquel cuerpo joven, que rápidamente comenzó a descomponerse…, coincidimos los tres en que las dos carreras universitarias no valían nada, comparadas con la carrera definitiva que, buen cristiano, acababa de coronar.
Todo se arregla, menos la muerte… Y la muerte lo arregla todo.
La muerte llegará inexorable. Por lo tanto, ¡qué hueca vanidad centrar la existencia en esta vida! Mira cómo padecen tantas y tantos. A unos, porque se acaba, les duele dejarla; a otros, porque dura, les aburre… No cabe, en ningún caso, el errado sentido de justificar nuestro paso por la tierra como un fin.
Hay que salirse de esa lógica, y anclarse en la otra: en la eterna. Se necesita un cambio total: un vaciarse de sí mismo, de los motivos egocéntricos, que son caducos, para renacer en Cristo, que es eterno.
Cuando pienses en la muerte, a pesar de tus pecados, no tengas miedo… Porque El ya sabe que le amas…, y de qué pasta estás hecho.
—Si tú le buscas, te acogerá como el padre al hijo pródigo: ¡pero has de buscarle!
«Non habemus hic manentem civitatem» —no se halla en esta tierra nuestra morada definitiva. —Y, para que no lo olvidemos, aparece con crudeza, a veces, esta verdad a la hora de la muerte: incomprensión, persecución, desprecio… —Y siempre la soledad, porque —aunque estemos rodeados de cariño— cada uno muere solo.
—¡Soltemos ya todas las amarras! Preparémonos de continuo para ese paso, que nos llevará a la presencia eterna de la Trinidad Santísima.
El tiempo es nuestro tesoro, el “dinero” para comprar la eternidad.
Te has consolado con la idea de que la vida es un gastarse, un quemarla en el servicio de Dios. —Así, gastándonos íntegramente por Él, vendrá la liberación de la muerte, que nos traerá la posesión de la Vida.
Aquel sacerdote amigo trabajaba pensando en Dios, asido a su mano paterna, y ayudando a que los demás asimilaran estas ideas madres. Por eso, se decía: cuando tú mueras, todo seguirá bien, porque continuará ocupándose Él.
¡No me hagas de la muerte una tragedia!, porque no lo es. Sólo a los hijos desamorados no les entusiasma el encuentro con sus padres.
Todo lo de aquí abajo es un puñado de ceniza. Piensa en los millones de personas —ya difuntas— “importantes” y “recientes”, de quienes no se acuerda nadie.
Esta ha sido la gran revolución cristiana: convertir el dolor en sufrimiento fecundo; hacer, de un mal, un bien. Hemos despojado al diablo de esa arma…; y, con ella, conquistamos la eternidad.
Tremendo se revelará el juicio para los que, sabiendo perfectamente el camino, y habiéndolo enseñado y exigido a los otros, no lo hayan recorrido ellos mismos.
—Dios los juzgará y los condenará con sus propias palabras.
El purgatorio es una misericordia de Dios, para limpiar los defectos de los que desean identificarse con Él.
Sólo el infierno es castigo del pecado. La muerte y el juicio no son más que consecuencias, que no temen quienes viven en gracia de Dios.
Si alguna vez te intranquiliza el pensamiento de nuestra hermana la muerte, porque ¡te ves tan poca cosa!, anímate y considera: ¿qué será ese Cielo que nos espera, cuando toda la hermosura y la grandeza, toda la felicidad y el Amor infinitos de Dios se viertan en el pobre vaso de barro que es la criatura humana, y la sacien eternamente, siempre con la novedad de una dicha nueva?
Cuando se choca con la amarga injusticia de esta vida, ¡cómo se goza el alma recta, al pensar en la Justicia eterna de su Dios eterno!
—Y, dentro del conocimiento de sus propias miserias, se le escapa, con eficaces deseos, aquella exclamación paulina: «non vivo ego» —¡no soy yo quien vive ahora!, ¡es Cristo quien vive en mí!: y vivirá eternamente.
¡Qué contento se debe morir, cuando se han vivido heroicamente todos los minutos de la vida! —Te lo puedo asegurar porque he presenciado la alegría de quienes, con serena impaciencia, durante muchos años, se han preparado para ese encuentro.
Pide que ninguno de nosotros falle al Señor. —No nos será difícil, si no hacemos el tonto. Porque nuestro Padre Dios ayuda en todo: incluso haciendo temporal este destierro nuestro en el mundo.
El pensamiento de la muerte te ayudará a cultivar la virtud de la caridad, porque quizá ese instante concreto de convivencia es el último en que coincides con éste o con aquél…: ellos o tú, o yo, podemos faltar en cualquier momento.
Decía un alma ambiciosa de Dios: ¡por fortuna, los hombres no somos eternos!
Me hizo meditar aquella noticia: cincuenta y un millones de personas fallecen al año; noventa y siete al minuto. El pescador —ya lo dijo el Maestro— echa sus redes al mar, el Reino del Cielo es semejante a una red barredera…, y de ahí serán escogidos los buenos; los malos, los que no reúnen condiciones, ¡desechados para siempre! Cincuenta y un millones mueren al año, noventa y siete al minuto: díselo también a otros.
En cuerpo y alma ha subido a los Cielos nuestra Madre. Repítele que, como hijos, no queremos separarnos de Ella… ¡Te escuchará! Tomado de Surco: Más allá.
Saludos,
Departamento de Familia