Pertenecen estas palabras a unas declaraciones de San Josemaría. En aquella ocasión, el Fundador del Opus Dei mencionaba también otro elemento, que resulta imprescindible y dota de un sentido pleno tanto a la Universidad como a la familia: la vocación de servicio a los demás. Se expresaba así: es necesario que la Universidad forme a los estudiantes en una mentalidad de servicio: servicio a la sociedad, promoviendo el bien común con su trabajo profesional y con su actuación cívica. Los universitarios necesitan ser responsables, tener una sana inquietud por los problemas de los demás y un espíritu generoso que les lleve a enfrentarse con estos problemas, y a procurar encontrar la mejor solución. Dar al estudiante todo eso es tarea de la Universidad.
También en la década de los años sesenta del pasado siglo, en el campus de la Universidad de Navarra, San Josemaría dirigió una homilía en la que se condensa de modo particularmente paradigmático su enseñanza constante. Tuvo lugar durante una Misa -verdadero centro y raíz de la vida cristiana- celebrada a cielo abierto ante millares de personas.
En aquella memorable ocasión, San Josemaría se detuvo a explicar un punto central del mensaje que Dios le había confiado el 2 de octubre de 1928: que el mundo es bueno, porque ha salido de las manos de Dios; y es ahí, en las circunstancias en las que nos ha tocado vivir, donde Dios nos espera cada día.
Lo recordó con gran fuerza el Papa Juan Pablo II, durante la canonización de San Josemaría, que tuvo lugar en Roma, el 6 de octubre de 2002. El Santo Padre subrayó que el Fundador del Opus Dei “no cesaba de invitar a sus hijos espirituales a invocar al Espíritu Santo para que la vida interior, es decir, la vida de relación con Dios, y la vida familiar, profesional y social, hecha de pequeñas realidades terrenas, no estuvieran separadas, sino que constituyeran una única existencia “santa y llena de Dios”. “A ese Dios invisible –escribió-, lo encontramos en las cosas más visibles y materiales” (Conversaciones, n. 114).
La familia se enmarca en este conjunto de realidades que -como el trabajo, o la vida de relación social y cívica- componen nuestra existencia ordinaria, que un cristiano coherente sabe que ha de santificar, buscando al mismo tiempo la santificación propia y la de los demás. La cotidianidad, la existencia de cada día, es el ámbito en el que Dios llama -a cada una y a cada uno- a la santidad, a una íntima relación con Él, que no se quede en meras palabras, sino que se traduzca en un esfuerzo constante por imitar a Cristo y gastar la vida en su servicio, siendo sembradores de paz y de alegría entre quienes nos rodean.
En aquella homilía del campus de Pamplona, San Josemaría mencionó explícitamente el matrimonio y la familia. El amor humano, afirmaba, no es algo permitido, tolerado, junto a las verdaderas actividades del espíritu, como podría insinuarse en los falsos espiritualismos. Y añadía, como remachando la idea: El amor, que conduce al matrimonio y a la familia, puede ser también un camino divino, vocacional, maravilloso, cauce para una completa dedicación a nuestro Dios. Realizad las cosas con perfección, os he recordado, poned amor en las pequeñas actividades de la jornada, descubrid –insisto- ese algo divino que en los detalles se encierra: toda esta doctrina encuentra especial lugar en el espacio vital, en el que se encuadra el amor humano.
Esta visión trascendente de las comunes realidades diarias, que impulsa a la persona a materializar la vida espiritual, forma parte del mensaje del Evangelio. Se trata de enseñanzas perennes de la Iglesia: San Josemaría, con su predicación y con sus escritos, y -sobre todo- con el ejemplo de su conducta cotidiana, nos ayuda a profundizar en ese tesoro y a hacerlo carne de nuestra carne, programa de nuestra tarea de mujeres y hombres de fe, en todas las ocupaciones honradas.
Los casados están llamados a santificar su matrimonio y a santificarse en esa unión; cometerían por eso un grave error, si edificaran su conducta espiritual a espaldas y al margen de su hogar. La vida familiar, las relaciones conyugales, el cuidado y la educación de los hijos, el esfuerzo por sacar económicamente adelante a la familia y por asegurarla y mejorarla, el trato con las otras personas que constituyen la comunidad social, todo eso son situaciones humanas y corrientes que los esposos cristianos deben sobrenaturalizar.
El espacio vital de la familia es pues, ante todo, lugar de encuentro con Dios, ámbito propicio para una existencia alegre de servicio y donación a los demás basada en la conciencia activa y permanente de nuestra condición de hijos de Dios. De la maravillosa realidad de nuestra filiación divina en Cristo, se desprenden muy variadas consecuencias para la conducta personal, para nuestras familias, para la sociedad.
El Papa Benedicto XVI ha explicado repetidamente que “matrimonio y familia no son una construcción sociológica casual, fruto de situaciones históricas y económicas particulares. Por el contrario, la cuestión de la justa relación entre el hombre y la mujer hunde sus raíces en la esencia más profunda del ser humano y sólo puede encontrar su respuesta a partir de ésta. Es decir, no puede separarse de la pregunta siempre antigua y siempre nueva del hombre sobre sí mismo: ¿quién soy?, ¿quién es el hombre? Y esta pregunta, a su vez, no se puede separar del interrogante sobre Dios: ¿existe Dios? Y, ¿quién es Dios? ¿Cuál es verdaderamente su rostro?”
“La respuesta de la Biblia a estas dos cuestiones es unitaria y consecuente: el hombre es creado a imagen de Dios, y Dios mismo es Amor. Por este motivo, la vocación al amor es lo que hace que el hombre sea la auténtica imagen de Dios: es semejante a Dios en la medida en que ama. Y en su visita pastoral a Valencia, el Santo Padre definió la familia como “el ámbito privilegiado donde cada persona aprende a dar y a recibir amor”.
La familia, en efecto, nace como comunidad querida por Dios, fundada y edificada sobre el amor. En el hogar se hace posible un aprendizaje que resulta imprescindible: la necesidad de contar con los demás en nuestra vida, respetando y desarrollando los vínculos que nos entrelazan a unos con otros. Comprender que he de darme gustosamente cada día, viviendo con una sana atención y servicio a las personas que me rodean, es uno de los grandes tesoros que las familias cristianas, consecuentes con su fe, brindan a sus propios miembros y a toda la sociedad. En la escuela del amor que caracteriza a la familia -que, insisto, tiene como condición irrenunciable el olvido de sí-, se adquieren hábitos que necesariamente repercuten en beneficio del tejido social, a todos los niveles.
Escuchemos de nuevo a San Josemaría. Los esposos cristianos han de ser conscientes de que están llamados a santificarse santificando, de que están llamados a ser apóstoles, y de que su primer apostolado está en el hogar. Deben comprender la obra sobrenatural que implica la fundación de una familia, la educación de los hijos, la irradiación cristiana en la sociedad. De esta conciencia de la propia misión dependen en gran parte la eficacia y el éxito de su vida: su felicidad. (Conferencia de Don Javier Echevarría, en la clausura del Congreso Internacional sobre Familia y Sociedad en la Universitat Internacional de Catalunya, Barcelona, 17-V-2008).
Saludos,
Departamento de Familia