El respeto cristiano a la persona y a su libertad

Nos sorprendía al principio la actitud de los discípulos de Jesús ante el ciego de nacimiento. Se movían en la línea de ese refrán desgraciado: piensa mal, y acertarás. Después, cuando conocen más al Maestro, cuando se dan cuenta de lo que significa ser cristiano, sus opiniones están inspiradas en la comprensión.

En cualquier hombre -escribe Santo Tomás de Aquino- existe algún aspecto por el que los otros pueden considerarlo como superior, conforme a las palabras del Apóstol “llevados por la humildad, teneos unos a otros por superiores” (Philip. II, 3). Según esto, todos los hombres deben honrarse mutuamente. La humildad es la virtud que lleva a descubrir que las muestras de respeto por la persona -por su honor, por su buena fe, por su intimidad-, no son convencionalismos exteriores, sino las primeras manifestaciones de la caridad y de la justicia.

La caridad cristiana no se limita a socorrer al necesitado de bienes económicos; se dirige, antes que nada, a respetar y comprender a cada individuo en cuanto tal, en su intrínseca dignidad de hombre y de hijo del Creador. Por eso, los atentados a la persona -a su reputación, a su honor- denotan, en quien los comete, que no profesa o que no practica algunas verdades de nuestra fe cristiana, y en cualquier caso la carencia de un auténtico amor de Dios. La caridad por la que amamos a Dios y al prójimo es una misma virtud, porque la razón de amar al prójimo es precisamente Dios, y amamos a Dios cuando amamos al prójimo con caridad.

Espero que seremos capaces de sacar consecuencias muy concretas de este rato de conversación, en la presencia del Señor. Principalmente el propósito de no juzgar a los demás, de no ofender ni siquiera con la duda, de ahogar el mal en abundancia de bien, sembrando a nuestro alrededor la convivencia leal, la justicia y la paz.

Y la decisión de no entristecernos nunca, si nuestra conducta recta es mal entendida por otros; si el bien que -con la ayuda continua del Señor- procuramos realizar, es interpretado torcidamente, atribuyéndonos, a través de un ilícito proceso a las intenciones, designios de mal, conducta dolosa y simuladora. Perdonemos siempre, con la sonrisa en los labios. Hablemos claramente, sin rencor, cuando pensemos en conciencia que debemos hablar. Y dejemos todo en las manos de Nuestro Padre Dios, con un divino silencio -Iesus autem tacebat, Jesús callaba-, si se trata de ataques personales, por brutales e indecorosos que sean. Preocupémonos sólo de hacer buenas obras, que Él se encargará de que brillen delante de los hombres.

Saludos,

Departamento de Familia