Todos los Santos y los fieles difuntos

La solemnidad de Todos los Santos, que celebramos hoy, y la conmemoración de los fieles difuntos, mañana, constituyen una invitación a tener presente nuestro destino eterno. Estas fiestas litúrgicas reflejan los últimos artículos de fe. En efecto, «el Credo cristiano -profesión de nuestra fe en Dios Padre, Hijo y Espíritu Santo, y en su acción creadora, salvadora y santificadora- culmina en la proclamación de la resurrección de los muertos al fin de los tiempos, y en la vida eterna».

En pocas palabras, el Credo resume los novísimos o postrimerías, las cosas últimas -a nivel individual y a nivel colectivo- que acaecerán a cada persona y al universo entero. Ya la recta razón es capaz de intuir que, tras la vida terrena, hay un más allá en el que se restablecerá plenamente la justicia, tantas veces violada aquí abajo. Pero sólo a la luz de la revelación divina -y, especialmente, con la claridad de la encarnación, muerte y resurrección de Jesucristo- estas verdades adquieren contornos nítidos, aunque continúen envueltas en un velo de misterio.

Gracias a las enseñanzas de Nuestro Señor, las realidades últimas pierden el sentido tétrico y fatalista que muchos hombres y mujeres han tenido y tienen a lo largo de la historia. La muerte corporal es un hecho evidente a todos, pero en Cristo adquiere un sentido nuevo. No es sólo una consecuencia de ser criaturas materiales, con un cuerpo físico que naturalmente tiende a la disgregación, y no se queda tan sólo -como ya revelaba el Antiguo Testamento- en un castigo del pecado. Escribe san Pablo: para mí, el vivir es Cristo, y el morir una ganancia. Y en otro momento añade: podéis estar seguros: si morimos con Él, también viviremos con Él. «La novedad esencial de la muerte cristiana está ahí: por el Bautismo, el cristiano está ya sacramentalmente “muerto con Cristo”, para vivir una vida nueva; y si morimos en la gracia de Cristo, la muerte física consuma este “morir con Cristo” y perfecciona así nuestra incorporación a Él en su acto redentor».

La Iglesia es Madre en todo momento. Nos regeneró en las aguas del Bautismo comunicándonos la vida de Cristo y, al mismo tiempo, la promesa de la inmortalidad futura; luego, mediante los demás sacramentos -especialmente la Confesión y la Eucaristía- se ocupó de que ese “estar” y “caminar” en Cristo se desarrollara en nuestras almas; después, cuando llega la enfermedad grave y, sobre todo, en el trance de la muerte, se inclina de nuevo sobre sus hijas e hijos y nos fortalece mediante la Unción de los enfermos y la Comunión a manera de viático: nos provee de todo lo necesario para afrontar llenos de esperanza y de paz gozosa ese último viaje que terminará, con la gracia de Dios, en los brazos de nuestro Padre celestial.

Se explica así que san Josemaría, como tantos santos antes y después de él, hablando de la muerte cristiana, haya escrito unas palabras claras y optimistas: no tengas miedo a la muerte. —Acéptala, desde ahora, generosamente…, cuando Dios quiera…, como Dios quiera…, donde Dios quiera. —No lo dudes: vendrá en el tiempo, en el lugar y del modo que más convenga…, enviada por tu Padre-Dios. —¡Bienvenida sea nuestra hermana la muerte! (Mons. Javier Echevarría).

Saludos,

Departamento de Familia

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