Recapitulando sus afanes apostólicos a partir del 2 de octubre, San Josemaría resume con gran sencillez: Desde el primer momento hubo una intensa actividad espiritual, y empecé a buscar vocaciones. Pero, ¿de dónde el impulso de pedir al Señor, ante la Dama moribunda, ser un sacerdote santo si no es porque veía su alma como hundida en la tibieza y en el abandono?
Por discordante que suene, no es ésta una afirmación gratuita y sin fundamento. La convicción del enorme desnivel existente entre sus esfuerzos apostólicos y la magnitud de la empresa que se le había encomendado, provocaban en su conciencia la desazón:
¿Qué puede hacer una criatura, que debe cumplir una misión, si no tiene medios, ni edad, ni ciencia, ni virtudes, ni nada?, se preguntaba a sí mismo. Ir a su madre y a su padre, acudir a los que pueden algo, pedir ayuda a los amigos… Eso hice yo en la vida espiritual. Eso sí, a golpe de disciplina, llevando el compás. Pero no siempre: había temporadas en que no.
Al comprobar que marchaban desacompasadas su alta misión y sus escasos recursos, le parecía como que su alma caía en una modorra que no podía sacudirse de encima:
Después de 1928, aunque comencé a trabajar enseguida, tuve mi sueño. Ego dormivi, et soporatus sum; et exsurrexi, quia Dominus suscepit me (Ps III, 6); me dormí, me quedé como en un sopor; y fue el Señor el que me condujo y me sacó a trabajar con más intensidad cada día.
Pasados suficientes años como para reposar viejos recuerdos, todavía se alzaba ante su pensamiento, con dolor, la sombra de la resistencia que, en su heroica humildad, se imaginaba y se reprochaba: Bien sabe el Señor que yo comencé a trabajar en el Opus Dei a regañadientes, y por eso os pido perdón muchas veces, decía excusándose ante sus hijos. Parecía como que, ahora que el Señor había dado respuesta a sus ardientes deseos de muchos años de oración, le desfalleciera la voluntad, sintiéndose resquebrajado por dentro:
Yo quería y no quería. Quería cumplir aquello que era una misión terminante, y desde el primer día se dio origen a una intensa labor espiritual. Y no quería, a pesar de que había estado desde los quince hasta los veintiséis años haciendo una continua llamada a Jesucristo, Señor Nuestro, diciéndole como el ciego del Evangelio: Domine, ut videam! (Luc XVIII, 41); Señor, haz que vea. Otras veces, con un latín de baja latinidad: Domine, ut sit!, ¡que sea eso que Tú quieres, que yo no sé lo que es! Y lo mismo a la Santísima Virgen: Domina, ut sit!
Realizaba el apostolado con auténtico empeño y convicción. ¡Siempre sin una vacilación, aunque yo ¡no quería!, vuelve a insistir. Ni él mismo podía explicarse esa aparente contradicción, esa especie de resistencia interior. Es evidente que no le faltaba el latido de su voluntad para cumplir con su misión sino, más bien, que aun siendo total su entrega, aspiraba siempre a metas más generosas.
Había recibido -no tenía duda sobre ello- una idea clara general de lo que sería la Obra, pero no el cómo realizar esa idea. De forma que desde el 2 de octubre, al interrumpirse las inspiraciones, se quedó a media luz, con una claridad general que iluminaba el núcleo del designio divino, pero se halló desprovisto de luces específicas y prácticas para plasmar tangiblemente esa visión. O, por expresarlo con sus propias palabras, se interrumpió aquella corriente espiritual de divina inspiración, con la que iba perfilándose, determinándose lo que Él quería. De atenernos a sus sentimientos, hay que aceptar que en su espíritu quedó flotando la imagen de una carga abrumadora y divina, ante la cual se sentía falto de valor. Siempre se lo echó en cara: Fui cobarde. Me daba miedo la Cruz que el Señor ponía sobre mis hombros.
(Esta idea de la cobardía no es otra cosa, en la vida de los santos, que un brote de humildad. Es decir, fruto de reconocer que, frente a la grandeza de las invitaciones divinas, responden -así les parece- con falta de entusiasmo y flojedad de entrega).
Pero, ¿acaso ese supuesto miedo o cobardía dan razón satisfactoria de sus inquietudes? ¿No habrá que buscar causas más afines con su modo de ser, en el que, por cierto, no tenían fácil cabida la indecisión, el temor o el apocamiento? Ya desde niño -como tenemos visto- su carácter estaba configurado por la repugnancia a lo ceremonioso y a la ostentación. Esa tendencia natural terminó arraigando luego, honda y sobrenaturalmente, en su ser: He sentido en mi alma, desde que me determiné a escuchar la voz de Dios -al barruntar el amor de Jesús-, un afán de ocultarme y desaparecer; un vivir aquel illum oportet crescere, me autem minui (Ioann III, 30); conviene que crezca la gloria del Señor, y que a mí no se me vea.
De ahí su recelo, según él mismo nos confiesa, puesto que la idea de comenzar una nueva fundación podría ser por soberbia, por un deseo de eternizarse. Desde su mocedad, sentía una gran desconfianza ante lo extraordinario, una invencible repulsión por las novedades llamativas:
Sabéis -escribía a sus hijos en 1932- qué aversión he tenido siempre a ese empeño de algunos -cuando no está basado en razones muy sobrenaturales, que la Iglesia juzga- por hacer nuevas fundaciones. Me parecía -y me sigue pareciendo- que sobraban fundaciones y fundadores: veía el peligro de una especie de psicosis de fundación, que llevaba a crear cosas innecesarias por motivos que consideraba ridículos. Pensaba, quizá con falta de caridad, que en alguna ocasión el motivo era lo de menos: lo esencial era crear algo nuevo y llamarse fundador.
La explicación más lógica de los sentimientos contradictorios del Fundador -la aceptación de una misión y la resistencia a fundar algo nuevo- es la intervención divina. La cual va claramente expresada en la interrupción de aquellas inspiraciones prácticas que venía recibiendo hasta octubre de 1928. Con ello obtuvo una nueva confirmación del origen sobrenatural de la Obra, pues la fundación, además de sobrepasar su capacidad natural, estaba muy al margen de sus gustos personales. Viéndole, pues, navegar entre las resistencias y el entusiasmo, el Señor decidió entrar también en el juego:
El Señor […] viendo mi resistencia y aquel trabajo entusiasta y débil a la vez, me dio la aparente humildad de pensar que podría haber en el mundo, cosas que no se diferenciaran de lo que Él me pedía. Era una cobardía poco razonable; era la cobardía de la comodidad, y la prueba de que a mí no me interesaba ser fundador de nada.
En medio de esa incertidumbre de ánimo, sin dejar de trabajar en la Obra, abrigaba el secreto deseo -sin fundamento alguno- de encontrársela ya hecha en otra parte:
Y, con una falsa humildad, mientras trabajaba buscando las primeras almas, las primeras vocaciones, y las formaba, decía: hay demasiadas fundaciones, ¿para qué otras más? ¿Acaso no encontraré en el mundo, hecho ya, esto que quiere el Señor? Si lo hay, mejor es ir allí, a ser soldado de filas, que no fundar, que puede ser soberbia.
Intentó, pues, obtener información sobre instituciones españolas y, luego, del extranjero. Pero, en cuanto las examinaba de cerca, comprobaba que no era eso lo que buscaba: Llegaron a mis manos -escribe en sus Apuntes- noticias de muchas instituciones modernas (de Hungría, Polonia, Francia etc.), que hacían cosas raras… ¡Y Jesús nos pedía, en su Obra, como virtud sine qua non la naturalidad!
No especifica en qué consistían tales rarezas. Sabemos, sin embargo, que, desde un primer momento, la espiritualidad de la Obra se caracterizó por la sencillez, el no llamar la atención, el no exhibir, el no ocultar. En una palabra: la repugnancia al espectáculo.
En noviembre de 1929 se hallaba ocupado don Josemaría en una búsqueda infructuosa, cuando comenzaron de nuevo a manar las inspiraciones dentro de su alma. Y la renovación de aquella corriente espiritual de divina inspiración, después de más de un año de sequía, trajo consigo las luces prácticas para encaminar las tareas fundacionales. Todo ello constituía prueba palpable de que era el Señor quien llevaba el mando de esa empresa divina, como consignó en sus Apuntes:
El silencio del Señor, desde el día 2 de octubre de 1928, fiesta de los Santos Ángeles y vísperas de Santa Teresita, hasta el mes de noviembre de 1929, dice muchas cosas […]: evidencia de modo indudable que la Obra es de Dios, pues, si no hubiera sido inspiración divina, la razón exige que, recién terminados los santos ejercicios en octubre del 28, inmediatamente, con más ilusión que nunca, porque ya quedaba dibujada la empresa, continuara este pobre cura anotando y perfilando la Obra. No fue así: pasó más de un año sin que Jesús hablara. Y pasó, entre otras razones, para esto: para probar, con evidencia, que su borrico era sólo el instrumento… y ¡un mal instrumento!
Había ya olvidado sus gestiones informativas cuando un día llegaron a sus manos algunos folletos sobre organizaciones apostólicas. Reconstruyendo los hechos escribirá en 1948: Por fin, tuve conocimiento de los Paulinos del Card. Ferrari. ¿Será esto? Procuré enterarme (debía ser a fines de 1929).
(En otra de las revistas o folletos -“El Mensajero Seráfico”- que en ocasiones repartía a los enfermos, aparecieron también unos artículos sobre las fundaciones, en Polonia, del padre Honorato) |.
Pero, continuando el relato sobre los Paulinos, nos dice:
Procuré enterarme (debía ser a fines de 1929) y, al saber que en la Compañía de San Pablo había también mujeres, escribí en mis Catalinas (si no las quemé, aparecerán entre los paquetes del archivo, y podrán leer allí lo mismo que ahora escribiré) aunque no se diferenciara el Opus Dei, de los Paulinos, más que en no admitir mujeres ni de lejos, ya es notable diferencia.
La frase de referencia estaba, probablemente, en el cuaderno de notas destruido. Consta, sin embargo, que sus expresiones en este asunto contenían siempre una rotunda exclusión del elemento femenino. Yo había escrito —dirá en otra ocasión—: nunca habrá mujeres -ni de broma- en el Opus Dei.
Evidentemente, el 2 de octubre de 1928 no «vio» ni los sucesos ni los detalles históricos sino el núcleo esencial del mensaje divino. ¿Es imaginable que en tales circunstancias, con la repugnancia que sentía a fundar nada nuevo, y sin iluminaciones prácticas para dar nuevos pasos en la fundación, se empeñase en meter mujeres en la empresa? Al menos tenía -en opinión personal- una idea propia, clara y tajante: las mujeres no estaban llamadas a formar parte de esa organización.
No tardó mucho el Señor en enmendar ese criterio restrictivo.
Pasó poco tiempo -escribirá en sus Apuntes íntimos-: el 14 de febrero de 1930, celebraba yo la misa en la capillita de la vieja marquesa de Onteiro, madre de Luz Casanova, a la que yo atendía espiritualmente, mientras era Capellán del Patronato. Dentro de la Misa, inmediatamente después de la Comunión, ¡toda la Obra femenina! No puedo decir que vi, pero sí que intelectualmente, con detalle (después yo añadí otras cosas, al desarrollar la visión intelectual), cogí lo que había de ser la Sección femenina del Opus Dei. Di gracias, y a su tiempo me fui al confesonario del P. Sánchez. Me oyó y me dijo: esto es tan de Dios como lo demás.
Ese 14 de febrero aprendió intelectualmente, y con detalle, lo concerniente a las mujeres: algo que ya estaba implícito en la visión general del 2 de octubre. Allí terminaron los titubeos y la indagación sobre instituciones semejantes:
Anoté, en mis Catalinas, el suceso y la fecha: 14 feb. 1930. Después me olvidé de la fecha, y dejé pasar el tiempo, sin que nunca más se me ocurriera pensar con mi falsa humildad (espíritu de comodidad, era: miedo a la lucha), en ser soldadito de filas: era preciso fundar, sin duda alguna.
Una y otra fundación le cogieron desprevenido. Sobre todo la de mujeres: con la mente falta de iluminación y con la voluntad dividida entre el querer y el no saber. Y, al final, una opinión en firme, excluyendo a las mujeres. ¿No se hacía con ello todavía más patente el origen divino de la Obra? Así lo reconoció el Fundador:
Siempre creí yo -y creo- que el Señor, como en otras ocasiones, me trasteó de manera que quedara una prueba externa objetiva de que la Obra era suya. Yo: ¡no quiero mujeres, en el Opus Dei! Dios: pues yo las quiero.
Con las paradojas fundacionales compuso, en su día, un inspirado ramillete, pues no habían acabado todavía las sorpresas:
La fundación del Opus Dei salió sin mí; la Sección de mujeres contra mi opinión personal, y la Sociedad Sacerdotal de la Santa Cruz, queriendo yo encontrarla y no encontrándola. (El 14 de febrero de 1930, relatado en ‘El Fundador del Opus Dei‘, biografía escrita por Andrés Vázquez de Prada).
Saludos,
Departamento de Familia