Seis mensajes de San Josemaría, para ser felices en la vida cotidiana

1. Ilusionarse con la vida ordinaria

Sabemos que nos encontramos en el plano de nuestra santificación frente al trabajo profesional o al estudio, en las realidades cotidianas… pero, día tras día, se pueden tornar repetitivas. Lo que empezamos con mucha ilusión luego acaba por aburrirnos, y lo que creíamos que era una tarea importante, parece no tener sentido.

Cuando a san Josemaría le preguntaron cómo llevar adelante el trabajo ordinario para santificarlo, cuando se presenta aparentemente sin brillo, él respondió que hay que convertir la prosa del día en endecasílabos, en poesía heroica, en una canción nueva. «¡No es verdad que tus días sean iguales! si pones amor en tus días, cada día es distinto», explicó con una sonrisa, añadiendo que en la vida hay que hacerlo todo por amor, porque el amor tiene alas, y así, volando a veces más alto o más bajo, las perspectivas del día, aun siendo parecidas, se presentarán siempre distintas.

Es así que, aunque lo que hagamos a los ojos humanos, parezca ser poca cosa, hecho por amor se convierte en algo grande a los ojos de Dios. Y nosotros, que buscamos la novedad para entusiasmarnos, descubriremos que sólo necesitamos poner un amor nuevo para recuperar la ilusión que vamos empañando con el paso del tiempo. Si no se nos ocurre cómo hacer nuevo ese amor, siempre podemos acudir a Dios y pedírselo; que él nos renueve la ilusión con que comenzamos una tarea, para finalizarla de la misma manera. Aunque ilusiones humanas no hayan, que nuestra ilusión sea sobrenatural, que sea quererle más, agradarle mejor.

2. Supérate cada día

«Que no te de vergüenza ser un pobre cacharro, con defecto, pero lucharemos toda la vida para no tenerlos, hasta el final. ¡Eso es amor!», es otro consejo que dejó San Josemaría.

Sabemos que no podemos hacer todo bien, pero lo sabemos en teoría. Porque cuando de verdad nos vemos frente a frente con nuestros defectos, con nuestros errores, nos ponemos tristes. No tenemos que ponernos tristes. Sí, pueden dolernos las equivocaciones, pero la tristeza ya viene más bien como consecuencia de la vanidad: “¡cómo yo voy a fallar!”, o de la desconfianza en el amor de Dios: “no soy lo suficientemente bueno como para que Dios me quiera”.

Mientras queramos ser santos –y lo queremos– nos pasaremos la vida rectificando. Defectos los tenemos, simplemente Dios espera que los reconozcamos y, con humildad, nos pongamos delante de Él, pidiéndole que nos limpie, que nos ayude a sacárnoslos de encima.

Podemos acudir a la Virgen, presentarle nuestras intenciones: “Mira, yo quisiera hacer todo esto… pero ¡soy tan pequeño! Solo esto he alcanzado a hacer, esto otro ya no lo pude hacer, me equivoqué”. Con seguridad, Ella se encargará de ayudarnos a reparar en lo que fallamos, y le llevará lo bueno que hicimos al Padre y le dirá “¡Mira qué bonito esto que hizo este hijo Tuyo!”. Seríamos tontos si no acudiéramos a tan buena intercesora.

3. El mejor negocio es educar a los hijos

Hoy día, más que nunca, es necesario repetir este mensaje. Hay que volver a jugar con los hijos, hay que estar disponibles para ellos, presente en su educación. ¿Cómo podrían hacerse amigos de los hijos, los padres ausentes? No quiere decir que haya que descuidar el trabajo, hay que hacerlo bien y en el tiempo suficiente como para equilibrarlo con la vida familiar, recordando que el trabajo más importante es el matrimonio y la paternidad; que la formación de los hijos “es el mejor negocio”.

Al mismo tiempo, el mensaje también va dirigido a los hijos, quienes tienen que perder el miedo de acudir a sus padres. Hay que aprender, en cambio, a uno mismo buscar esa educación que los padres quieren transmitir. Pedir consejos, escuchar, y mostrar la apertura suficiente para asimilar los criterios que nos quieren inculcar.

4. Sonreír siempre

Un santo triste es un triste santo, diría en otra oportunidad San Josemaría. El cristiano contiene en sí, la alegría de llevar consigo la Buena Nueva: Dios nos ha redimido, nos ha hecho hijos del Padre Eterno. Estamos creados para vivir esa felicidad, hasta encontrarnos con la felicidad plena del Cielo. No podemos andar con caras avinagradas, como recuerda continuamente el Papa Francisco. Es un desafío, porque a veces hay que sonreír, incluso cuando tantas cosas duelen.

Y no lo hacemos por masoquistas, sino porque, como dije, conocemos una verdad más alta que supera nuestra pena temporal, y nos enseña a llevar cristianamente el sufrimiento, incluso cuando atravesamos situaciones por las que no esperábamos pasar, incluso en el dolor y en la enfermedad, es posible -y heroico- sonreír. O podemos estar alegres, incluso con el rostro serio, porque somos portadores de la alegría.

Es también un acto de generosidad, sonreír para hacer más agradable la vida de los demás, saliendo de uno mismo, del egoísmo, de lo que a uno le parece más cómodo.

5. Dios no nos abandona

Incluso cuando parece que nada dura, que nadie permanece para siempre, podemos tener la confianza en que Dios no se va a ninguna parte. «El Señor es el de siempre, Él no nos abandonará», nos explicó San Josemaría en una tertulia. Cuando se ven tantas realidades difíciles, tanta gente alejada de Dios que, al mismo tiempo, procura alejarnos Del Señor, Él nos da la fortaleza para vivir nuestra fe y hacer un apostolado eficaz, con el deseo de arrojar algo de luz a quienes están en el error. No estamos solos. También cuando nosotros creemos que estamos “empujándole”, alejándole, por culpa de nuestros fracasos o nuestras faltas, sigue buscándonos. Él nos muestra su misericordia amante, compadeciéndonos e inventando todos los medios para que podamos volver a su casa.

Y así mismo está a nuestro lado cuando no le sentimos. Cuando las situaciones difíciles nos hacen exclamar como Cristo en la Cruz: «Dios mío, ¿por qué me has abandonado?», Él está ahí. Jesús, cuando dijo esto sintió en su carne humana el absoluto despojo, porque quería experimentar desde su perfecta humanidad lo que nosotros también podemos llegar a sentir. Es decir, en nuestro dolor, Él no abandona, no nos abandonó.

6. Los misterios de la fe

Creer en Dios comporta tener fe. Sí, pero además -aunque muchos no lo entiendan- también reconocemos a Dios por medio de la razón. Y es necesario formarla; conocer la doctrina, y por qué creemos lo que creemos. No obstante, existen misterios que no alcanzamos mediante la razón. Pero no porque no tengan sentido, sino porque nuestra comprensión se queda corta, y es lo más razonable al tener en cuenta que somos seres limitados que pretendemos entender lo ilimitado. «La vida de fe no consiste en entenderlo todo porque la razón es limitada y la sabiduría de Dios, infinita» (San Josemaría).

Ahí a donde no llegamos por medio de la razón, llegamos gracias a la revelación. Y ahí entra en juego la fe, creer en aquello que nos fue entregado, porque por nosotros mismos no llegaríamos. Ante esta realidad, nuestra actitud debe ser: agradecer a Dios, por las luces que nos concede y por cuánto nos ha revelado. Y glorificarle por cuánto aún no entendemos, porque sería un Dios muy pequeño si entrase en nuestro entendimiento. Como dice San Josemaría: «Delante de Dios, me encontraría yo muy soberbio, si lo entendiera. Me pongo y digo: gloria al Padre, gloria al Hijo, gloria al Espíritu Santo. Sé que el Señor está muy contento de que yo le glorifique, de que yo crea. Y cuando tengo un atisbo de claridad, me pongo muy contento; y cuando no entiendo nada, me pongo más contento aún y digo: Señor, es justo, porque mi cabeza es muy poca cosa. Me alegro de tu grandeza, de tu hermosura, de tu poder, de tu belleza:

¡Gloria al Padre, Gloria al Hijo, Gloria al Espíritu Santo!». (Catholic Link).

Saludos,

Departamento de Familia