Siempre guardó una comprensible reserva sobre este maravilloso suceso y sus circunstancias personales. Justamente tres años más tarde describirá el meollo de lo ocurrido:
Recibí la iluminación sobre toda la Obra, mientras leía aquellos papeles. Conmovido me arrodillé -estaba solo en mi cuarto, entre plática y plática- di gracias al Señor, y recuerdo con emoción el tocar de las campanas de la parroquia de N. Sra. de los Ángeles.
Bajo la luz potente e inefable de la gracia se le mostró la Obra en su conjunto; «vi» es la palabra que usaba siempre al definir este hecho. Esta inesperada visión sobrenatural absorbía en sí todas las parciales inspiraciones e iluminaciones del pasado, repartidas por las notas sueltas que estaba entonces leyendo, y las proyectaba hacia el futuro, con nueva plenitud de sentido.
Fueron unos instantes de indescriptible grandeza. Ante su vista, dentro del alma, aquel sacerdote en oración vio desplegado el panorama histórico de la redención humana, iluminado por el Amor de Dios. En ese momento, de manera indecible, captó el meollo divino de la excelsa vocación del cristiano, que, en medio de sus tareas terrenales, era llamado a la santificación de su persona y de su trabajo. Con esa luz vio la esencia de la Obra -instrumento aún sin nombre-, destinado a promover el designio divino de la llamada universal a la santidad, y cómo de la entraña de la Obra -instrumento de la Iglesia de Dios- irradiaban los principios teológicos y el espíritu sobrenatural que renovarían a las gentes. Con inmenso pasmo, entendió, en el centro de su alma, que dicha iluminación no sólo era respuesta a sus peticiones, sino también la invitación a aceptar un encargo divino.
Enseguida, tras la torrencial efusión de la gracia, invadió al sacerdote ese sentimiento de singular inquietud que experimentan las almas ante la presencia soberana del Señor. Y, al desencadenarse en la conciencia de la criatura el temor y el miedo, oye el alma un «¡no temas!» confortante:
Son palabras divinas de aliento, refiere con carácter autobiográfico el Fundador. En el Testamento Viejo y en el Nuevo, Dios y los seres celestes las pronuncian, para levantar la miseria del hombre y disponerlo a un coloquio de iluminación y de amor, a la confianza en las cosas aparentemente imposibles o difíciles, a las que no llega la fuerza de la criatura […].
Os puedo asegurar, hijos míos, que esas almas no ambicionan ni desean las manifestaciones de esa ordinaria providencia extraordinaria de Dios, y que tienen una profunda conciencia de no merecerlas: os vuelvo a repetir que sus sentimientos ante ellas son de temor, de miedo. Aunque después, el aliento del Señor -ne timeas!- les comunica una seguridad inquebrantable, las enciende en ímpetus de fidelidad y entrega; les da luces claras, para cumplir su Voluntad amabilísima; y las enardece, para lanzarse a metas inaccesibles al alcance humano.
Dispuesto ya a un coloquio de iluminación y de amor, rompería en hacimientos de gracias, mientras de lo hondo de su ser saltaba con ritmo impaciente el Domine, ut sit! Ahora, ante un panorama de total claridad, más allá de los barruntos y de los presentimientos, aquella alma se rendía gustosamente a la vocación fundacional para llevar a cabo el designio divino.
Hasta el cuarto del sacerdote en oración llegaba el jubiloso voltear de campanas de la iglesia de Nuestra Señora de los Ángeles, en el barrio cercano de Cuatro Caminos. El repiqueteo quedó para siempre en su espíritu: Aún resuenan en mis oídos -decía en 1964- las campanas de la iglesia de Nuestra Señora de los Ángeles, festejando a su Patrona. (“El Fundador del Opus Dei”, biografía escrita por Andrés Vázquez de Prada).
Saludos,
Departamento de Familia