En 1854, el Papa Pío IX, declaró solemnemente la Inmaculada Concepción de la Virgen, que celebramos cada 8 de diciembre.
Esto significa que fue preservada inmune de toda mancha de la culpa original desde el primer instante de su concepción -por singular gracia y privilegio de Dios omnipotente- en atención a los méritos de Cristo Jesús Salvador del género humano.
El ángel Gabriel, entrando en su presencia, dijo: “Alégrate, llena de gracia, el Señor está contigo”. (Lc, 1,28).
Busca a Dios en el fondo de tu corazón limpio, puro; en el fondo de tu alma cuando le eres fiel, ¡y no pierdas nunca esa intimidad!
-Y, si alguna vez no sabes cómo hablarle, ni qué decir, o no te atreves a buscar a Jesús dentro de ti, acude a María, “tota pulchra” -toda pura, maravillosa-, para confiarle: Señora, Madre nuestra, el Señor ha querido que fueras tú, con tus manos, quien cuidara a Dios: ¡enséñame -enséñanos a todos- a tratar a tu Hijo! (Forja, 84).
Me conmovió la súplica encendida que salió de tus labios: “Dios mío: sólo deseo ser agradable a tus ojos: todo lo demás no me importa. -Madre Inmaculada, haz que me mueva exclusivamente el Amor”. (Forja, 1028).
¡Cómo gusta a los hombres que les recuerden su parentesco con personajes de la literatura, de la política, de la milicia, de la Iglesia!… —Canta ante la Virgen Inmaculada, recordándole: Dios te salve, María, Hija de Dios Padre: Dios te salve María, Madre de Dios Hijo: Dios te salve María, Esposa de Dios Espíritu Santo… ¡Más que tú, sólo Dios! (Camino, 496).
Cuando te veas con el corazón seco, sin saber qué decir, acude con confianza a la Virgen. Dile: Madre mía Inmaculada, interceded por mí. Si la invocas con fe, Ella te hará gustar -en medio de esa sequedad- de la cercanía de Dios. (Surco, 695).
Permíteme un consejo, para que lo pongas en práctica a diario. Cuando el corazón te haga notar sus bajas tendencias, reza despacio a la Virgen Inmaculada: ¡mírame con compasión, no me dejes, Madre mía! -Y aconséjalo a otros. (Surco, 849).
Seguramente también vosotros, al ver en estos días a tantos cristianos que expresan de mil formas diversas su cariño a la Virgen María, os sentís más dentro de la Iglesia, más hermanos de todos esos hermanos vuestros. Es como en una reunión de familia, cuando los hijos mayores, que la vida ha separado, vuelven a encontrarse junto a su madre, con ocasión de alguna fiesta. Y, si alguna vez han discutido entre sí y se han tratado mal, aquel día no; aquel día se sienten unidos, se reconocen todos en el afecto común. (Es Cristo que pasa, 139).
Virgen Inmaculada, ¡Madre!, no me abandones: mira cómo se llena de lágrimas mi pobre corazón. -¡No quiero ofender a mi Dios! -Ya sé, y pienso que no lo olvidaré nunca, que no valgo nada: ¡cuánto me pesa mi poquedad, mi soledad! Pero… no estoy solo: tú, Dulce Señora, y mi Padre Dios no me dejáis.
Ante la rebelión de mi carne y ante las razones diabólicas contra mi Fe, amo a Jesús y creo: Amo y Creo. (Forja, 215).
Juan, el discípulo amado de Jesús, recibe a María, la introduce en su casa, en su vida. Los autores espirituales han visto en esas palabras, que relata el Santo Evangelio, una invitación dirigida a todos los cristianos para que pongamos también a María en nuestras vidas. (Es Cristo que pasa, 140).
Saludos,
Departamento de Familia