Jesús lo prometió, y el Espíritu Santo vino, primero sobre María y los Apóstoles, y luego, a quedarse entre nosotros. El Espíritu Santo es la Tercera Persona de la Santísima Trinidad; igual al Padre y al Hijo según la divinidad, procedente del Padre y del Hijo desde toda la eternidad.
“Los discípulos, que ya eran testigos de la gloria del Resucitado, experimentaron en sí la fuerza del Espíritu Santo: sus inteligencias y sus corazones se abrieron a una luz nueva. Habían seguido a Cristo y acogido con fe sus enseñanzas, pero no acertaban siempre a penetrar del todo su sentido: era necesario que llegara el Espíritu de verdad, que les hiciera comprender todas las cosas. La palabra de los Apóstoles resuena recia y vibrante por las calles y plazas de Jerusalén”. (San Josemaría Escrivá).
San Josemaría lo llamaba: El Gran Desconocido. Y a veces resulta así. Sabemos que está ahí, pero no recurrimos a Él. El Espíritu Santo nos da sus dones, que tenemos que hacerlos fructificar. Los dones del Espíritu Santo, infundidos en el alma del cristiano, llevan a la perfección las virtudes y logran que nosotros sigamos con prontitud y amor, las inspiraciones divinas. Los siete dones del Espíritu Santo son: sabiduría, inteligencia, consejo, fortaleza, ciencia, piedad y temor de Dios.
El Espíritu Santo realiza la purificación de todo lo que daña al hombre; de todo lo que lo desfigura; sana las heridas, incluso las más profundas que podamos tener; cambia la sequedad de las almas, convirtiéndolas en jugosos frutos de gracia y santidad. Endereza lo que está torcido; le da calor a nuestra alma; señala el camino a quien se ha extraviado, mostrándole la ruta de la salvación.
Saludos,
Departamento de Familia