“Te compadeces de todos, Señor, y no aborreces nada de lo que hiciste; pasas por alto los pecados de los hombres para que se arrepientan, y los perdonas, porque tú eres nuestro Dios”. Estas palabras del libro de la Sabiduría, que resuenan al inicio de la Misa, son el pórtico de entrada al tiempo de Cuaresma.
Durante la celebración litúrgica, nos acercaremos al sacerdote y nos inclinaremos para recibir la imposición de la ceniza. Recordaremos la invitación de Jesús: “Convertíos y creed en el Evangelio”; o la advertencia inspirada en el libro del Génesis: “Acuérdate de que eres polvo y al polvo volverás”. Se trata de un gesto fuerte, que nos hace pensar en lo frágil que es nuestra vida. Sin embargo, detrás de este rito podemos descubrir la ternura de Dios que nos busca. San Josemaría comentaba: “La liturgia de la Cuaresma cobra a veces acentos trágicos, consecuencia de la meditación de lo que significa para el hombre apartarse de Dios. Pero esta conclusión no es la última palabra. La última palabra la dice Dios, y es la palabra de su amor salvador y misericordioso y, por tanto, la palabra de nuestra filiación divina”.
Hay momentos de nuestra existencia, en los que notamos nuestra fragilidad: dificultades en la familia o en el trabajo, problemas de salud, sucesos inesperados; sobre todo, cuando experimentamos el pecado dentro de nosotros mismos. Todo esto nos puede hacer pensar que somos “polvo y ceniza”. Sin embargo, la fe cristiana nos da la convicción de que es mayor la misericordia de Dios. En medio de nuestras limitaciones, siempre podremos cantar con el Salmo: “La tierra está llena de su misericordia” (Sal 33,5). La paciencia de Dios es tan grande que, precisamente, cuando nos apartamos de él, pone en nosotros la nostalgia de su amor. La Cuaresma es un buen momento para dejar que esa nostalgia se transforme en conversión, en una vuelta a la casa del Padre, para experimentar nuevamente su ternura.
A pesar de que vivimos rodeados de la misericordia del Señor, a veces podemos olvidar esta realidad. Sin embargo, Jesús en el Evangelio nos recuerda que Dios nos mira continuamente. Cuando nos explica cómo dar limosna, cómo rezar, cómo ayunar, el Señor insiste en que no vale la pena hacerlo para que nos vean los demás; entonces, dejamos de lado al Señor y se tuercen nuestras buenas acciones. Dios, en cambio, ve “en lo secreto” (Mt 6,4), escucha la intimidad de nuestro corazón. El tiempo de Cuaresma es un buen momento para dejar de vivir volcados hacia afuera y, al contrario, cultivar un clima interior capaz de acoger la realidad de una manera nueva, más sobrenatural.
“Maduramos espiritualmente convirtiéndonos a Dios, y la conversión se realiza mediante la oración, como también mediante el ayuno y la limosna, entendidos adecuadamente. No se trata sólo de “prácticas” pasajeras, sino de actitudes constantes que dan una forma duradera a nuestra conversión a Dios. La Cuaresma, como tiempo litúrgico, dura sólo cuarenta días al año: en cambio, debemos tender siempre a Dios; esto significa que es necesario convertirse continuamente. La Cuaresma debe dejar una impronta fuerte e indeleble en nuestra vida”.
Un camino de oración, limosna y ayuno, adecuado a nuestras circunstancias personales, nos llevará a levantar la mirada durante estos días. “El hecho de dedicar más tiempo a la oración hace que nuestro corazón descubra las mentiras secretas con las cuales nos engañamos a nosotros mismos, para buscar finalmente el consuelo en Dios (…). El ejercicio de la limosna nos libera de la avidez y nos ayuda a descubrir que el otro es mi hermano: nunca lo que tengo es solo mío (…). El ayuno nos despierta, nos hace estar más atentos a Dios y al prójimo, inflama nuestra voluntad de obedecer a Dios, que es el único que sacia nuestra hambre”.
“Miramos al Hijo Pródigo, y comprendemos que también para nosotros es tiempo de volver al Padre. Como ese hijo, también nosotros hemos olvidado el perfume de casa, hemos despilfarrado bienes preciosos por cosas insignificantes y nos hemos quedado con las manos vacías y el corazón infeliz. Hemos caído: somos hijos que caen continuamente; somos como niños pequeños que intentan caminar y caen al suelo, y siempre necesitan que su papá los vuelva a levantar”.
Reconocer que la misericordia del Señor llena la tierra; que él es un Padre que nos espera constantemente, no nos lleva a la pasividad. Al contrario, ese amor pone en marcha nuestra iniciativa para hallar los caminos por los que correr la senda de vuelta hacia Dios. Y un camino privilegiado es el sacramento de la Reconciliación: “Es el perdón del Padre que vuelve a ponernos en pie: el perdón de Dios, la confesión, es el primer paso de nuestro viaje de regreso”. Ahí encontramos el rostro paterno de Dios, que nos anima y nos quiere como hijos suyos.
“La vida humana es, en cierto modo, un constante volver hacia la casa de nuestro Padre -decía San Josemaría-. Volver mediante la contrición -esa conversión del corazón que supone el deseo de cambiar-, la decisión firme de mejorar nuestra vida, y que, por tanto, se manifiesta en obras de sacrificio y de entrega”.
En esta Cuaresma, que es camino de vuelta y mayor cercanía a la casa del Padre, adivinamos la presencia de Santa María, que nos acompaña. Podemos poner en sus manos ese deseo de convertirnos interiormente, para celebrar la Pascua de su Hijo.
Saludos,
Departamento de Familia