¿Cuándo me voy a convertir?
Dios mío, ¿cuándo me voy a convertir? Forja , 112, 112
Si has cometido un error, pequeño o grande, ¡vuelve corriendo a Dios!
—Saborea las palabras del salmo: cor contritum et humiliatum, Deus, non despicies —el Señor jamás despreciará ni se desentenderá de un corazón contrito y humillado. Forja,172
¡Ahora! Vuelve a tu vida noble ahora. —No te dejes engañar: “ahora” no es demasiado pronto… ni demasiado tarde. (Camino, 254).
«Nunc coepi!» —¡ahora comienzo!: es el grito del alma enamorada que, en cada instante, tanto si ha sido fiel como si le ha faltado generosidad, renueva su deseo de servir -¡de amar!- con lealtad enteriza a nuestro Dios. (Surco, 161).
Todo lo espero de Ti, Jesús mío: ¡conviérteme! (Forja, 170).
Dios nos espera
El cristianismo no es camino cómodo: no basta estar en la Iglesia y dejar que pasen los años. En la vida nuestra, en la vida de los cristianos, la conversión primera -ese momento único, que cada uno recuerda, en el que se advierte claramente todo lo que el Señor nos pide- es importante; pero más importantes aún, y más difíciles, son las sucesivas conversiones. Y para facilitar la labor de la gracia divina con estas conversiones sucesivas, hace falta mantener el alma joven, invocar al Señor, saber oír, haber descubierto lo que va mal, pedir perdón. (Es Cristo que pasa, 57).
La vida humana es, en cierto modo, un constante volver hacia la casa de nuestro Padre. Volver mediante la contrición, esa conversión del corazón que supone el deseo de cambiar, la decisión firme de mejorar nuestra vida, y que -por tanto- se manifiesta en obras de sacrificio y de entrega.
Dios nos espera, como el padre de la parábola, extendidos los brazos, aunque no lo merezcamos. No importa nuestra deuda. Como en el caso del hijo pródigo, hace falta sólo que abramos el corazón, que tengamos añoranza del hogar de nuestro Padre, que nos maravillemos y nos alegremos ante el don que Dios nos hace de podernos llamar y de ser, a pesar de tanta falta de correspondencia por nuestra parte, verdaderamente hijos suyos. (Es Cristo que pasa, 64).
Di despacio, con ánimo sincero: nunc coepi! —¡ahora comienzo!
No te desanimes si, desgraciadamente, no ves en ti la mudanza, efecto de la diestra del Señor…: desde la bajeza tuya, puedes gritar: ¡ayúdame, Jesús mío, porque quiero cumplir tu Voluntad…, tu amabilísima Voluntad! (Forja, 398).
Dolor de amor
La experiencia del pecado debe conducirnos al dolor, a una decisión más madura y más honda de ser fieles, de identificarnos de veras con Cristo. (Es Cristo que pasa, 96).
Dolor de amor, pues, y -en la intimidad de ese dolor y de esa humildad- nos atreveremos a decir al Señor que hay también en nuestra vida mucho amor. Que si fue real la falta, real es el amor que Él mismo pone en nosotros, que nos permite servirle con toda la fuerza de nuestros corazones. Decid frecuentemente, como jaculatoria, el acto de contrición de Pedro, después de las negaciones: Domine, tu omnia nosti; tu scis, quia amo te! (Jn 21,17)402.) (Carta 24-111-1931, 24).
Hay que aprender a ser hijo de Dios (…), de forma que cualquiera que sea la especie del error que podamos cometer, aun el más desagradable, no vacilaremos nunca en reaccionar, y en retornar a esa senda maestra de la filiación divina que acaba en los brazos abiertos y expectantes de nuestro Padre Dios. (Amigos de Dios, 148).
Confiar en el poder de Dios
En este torneo de amor no deben entristecernos las caídas, ni aun las caídas graves, si acudimos a Dios con dolor y buen propósito en el sacramento de la Penitencia. El cristiano no es un maníaco coleccionista de una hoja de servicios inmaculada. Jesucristo Nuestro Señor se conmueve tanto con la inocencia y la fidelidad de Juan y, después de la caída de Pedro, se enternece con su arrepentimiento. Comprende Jesús nuestra debilidad y nos atrae hacia sí, como a través de un plano inclinado, deseando que sepamos insistir en el esfuerzo de subir un poco, día a día. (Es Cristo que pasa, 75).
Examinar nuestros deseos de vida cristiana, de santidad; para reaccionar con un acto de fe ante nuestras debilidades, y confiando en el poder de Dios, hacer el propósito de poner amor en las cosas de nuestra jornada. La experiencia del pecado debe conducirnos al dolor, a una decisión más madura y más honda de ser fieles, de identificarnos de veras con Cristo. (Es Cristo que pasa, 96).
“Lo que debo a Dios, por cristiano: mi falta de correspondencia, ante esa deuda, me ha hecho llorar de dolor: de dolor de Amor. ‘Mea culpa!'” —Bueno es que vayas reconociendo tus deudas: pero no olvides cómo se pagan: con lágrimas… y con obras. (Camino, 242).
Saludos,
Departamento de Familia