Todos, en algún momento, ante situaciones que nos desconciertan, que nos preocupan y parecen superar nuestras fuerzas, nos hemos preguntado: “¿Por qué a mí?” Esta pregunta que refleja nuestra fragilidad humana, es también capaz de abrirnos a una respuesta de fe.
Todos nuestros pecados, errores, dudas e incredulidades —de cuerpo y alma— han sido pagados y reparados por Jesús en la cruz. Nada quedó fuera: lo más pequeño y también lo más terrible, todo fue redimido en ese acto supremo de amor.
La cruz, que cargó con el dolor más grande, es signo de amor, esperanza y vida. Solo tenemos dos caminos: huir de ella o abrazarla. Jesús nos pide que la carguemos con confianza, porque en la cruz estamos a salvo.
Las llagas de Jesús nos enseñan a profundizar en nuestra vida: La corona de espinas nos recuerda que todos nuestros pensamientos, razonamientos y formas de ver las cosas deben pasar por esta llaga; la herida del costado nos invita a dejar morir nuestros apegos, sentimientos y afectos que nos alejan de Dios; en las manos, sus llagas nos cuestionan si nuestras obras le son realmente agradables; y, las llagas de sus pies, nos llama a preguntarnos si estamos siguiendo las pisadas de Dios. No hay otro camino para encontrarnos con Él.
Cuando el dolor golpee y surja la pregunta “¿por qué a mí?”, recordemos que la cruz ya fue llevada por Jesús primero, y que no estamos solos: Él camina con nosotros. No defraudemos este amor. En lugar de huir o quejarnos, abracemos la cruz y dejemos que florezca en vida nueva.
Departamento de Familia