Que cada actividad que realicemos la hagamos con alegría, con la alegría del que se sabe hijo de Dios.
Desde que nos despertamos. Ofreciendo el día, ayudando a que todos se muevan con rapidez; pendientes de que se arreglen bien; que desayunen y que estén listos para salir al colegio.
Nosotros, con el deseo ferviente de que ese día que comienza se convierta en trabajo responsable, perseverante y eficaz. Poniendo buena cara, incluso ante las dificultades que a diario se presentan, ya que esto es parte de una labor que es grata ante los ojos del Señor.
Y que el descanso –en la oficina- entre actividad y actividad, se convierta en momento de regocijo cuando nos comunicamos con los de la casa, para saber cómo han pasado y qué tal les fue en sus tareas.
Luego, el regreso a nuestro hogar. Cansados pero contentos. Y que al llegar, nos vean con una sonrisa, que se dibuja en el rostro, pero que sale de nuestro espíritu. Y a conversar con el uno y con la otra. Si están muy ocupados… aunque sea un instante; siempre habrá un momento en que podamos conocer con más detalle, aquello que nos contaron cuando nos comunicamos con ellos desde nuestro lugar de trabajo.
Que el sueño no llegue antes de haber hecho un examen de cómo nos fue en el día. De las actividades que realizamos bien, de las que no salieron como nos esperábamos, y de las que no hicimos, quizá por falta de previsión. Y que estas últimas, podamos acabarlas con la mayor perfección posible al día siguiente.
Que nos acostemos satisfechos, alegres, en paz; con una sonrisa en nuestra cara, porque hicimos lo que debíamos cumplir.
Saludos,
Departamento de Familia