La misericordia no es una recompensa por nuestras buenas obras o méritos en esta vida. Dios nos ama, nos perdona y nos levanta cuando caemos, y lo hace porque somos sus hijos. El amor de Dios es un regalo inmerecido, un don gratuito que espera ser acogido con humildad y gratitud. Nadie puede comprarla, exigirla o lograrla por sí mismo.
Ese amor lleno de misericordia nos alcanza cuando estamos perdidos, cuando menos lo merecemos y nos devuelve la dignidad perdida por el pecado. La misericordia de Dios vence el mal y sana al pecador. Es la ternura del Padre que no se cansa de perdonar y de esperar.
La misericordia no es dejar pasar el pecado, ni es solo un sentimiento de compasión: es una acción concreta de amor que transforma. El sabernos perdonados es el inicio de una nueva vida. Cruzarnos con la mirada de Jesús, como Pedro después de haberlo negado, nos lleva a reconocer lo pequeños que somos, que hemos fallado a Aquel que nunca ha dejado de demostrarnos cuánto nos ama.
Dios pone casi todo y espera que nosotros pongamos nuestro casi nada. Dios siempre da el primer paso: Él crea, llama, perdona, sostiene. Su amor es inmenso, gratuito y desbordante. Nosotros, en cambio, solo podemos ofrecerle una respuesta humilde y limitada, pero verdadera. Ese “casi nada” es la puerta por donde entra la gracia.
Busquemos esa mirada de Jesús, que nos consuela y nos ama. Dios no exige perfección, sino apertura, y nunca se cansa de recomenzar con nosotros una y otra vez. Basta un gesto mínimo: un arrepentimiento sincero, una oración sencilla, un acto de confianza. Dios pone todo lo que nosotros somos incapaces de poner, pero espera nuestro “sí” libre, aunque sea pequeñito.
Dejémonos amar sin miedo, sabiendo que su misericordia basta.
Departamento de Familia