El Señor nos ha llamado desde la eternidad. A cada persona por su nombre. Y nos ha dado una vocación, es decir, una misión especial para que la cumplamos mientras vivamos en la tierra. A todos nos ha otorgado unos talentos, que son gracias especiales para que desarrollemos todo ese potencial que Él ha inscrito en nuestros corazones.
Nadie ha nacido por casualidad. Todos estamos en la mente de Dios antes de ser creados. Es por esto, que impedir que nazcan seres humanos, es una falta grave, porque el Señor contaba con ese individuo, para llevar a cabo su plan divino.
Y aquí estamos… Con nuestras profesiones y oficios. Dedicándonos al trabajo que nos ha tocado desempeñar. Algunas veces ocurre, que no necesariamente esa labor que estamos realizando nos satisface. Pero, reflexionemos… Nuestro Padre nos quiere allí… ¿Por qué? Son designios divinos que luego los comprenderemos, aquí en la tierra, o cuando estemos con Él cara a cara, en nuestro Juicio Particular.
Mientras tanto, a cumplir las tareas de cada día. A tratar de acabarlas con la mayor perfección posible; poniendo todo el amor y el empeño en realizarlas. Ninguna ocupación es despreciable, por más pequeña e insignificante que parezca. Para Dios, todo lo que haga la persona que Él ha creado puede ser santificable, en la medida en que se ponga todo el esfuerzo y la dedicación posible.
Preguntémosle al Señor, en nuestra oración diaria: ¿Para qué me quieres? ¿Para qué me has creado? Y resonará en lo profundo de nuestro espíritu, una respuesta que sólo el alma puede escuchar: “Para amarme, y para servir al prójimo con tu vocación particular”.
Saludos,
Departamento de Familia