La vida está llena de momentos que no se olvidan, unos porque fueron duros y tristes, pero muchos quizá, porque nos llenaron de alegría, tanto que nos hizo pensar que se unían el cielo y la tierra. Cada una de esas experiencias, que han sido resultado de nuestras decisiones, de nuestra búsqueda constante de felicidad, son las que nos preparan para disfrutar de la plenitud de la vida eterna.
Nuestro camino en este mundo nos prepara para poder recibir todo lo que Dios tiene para nosotros en el Cielo. Si nuestra esperanza está puesta en ese instante de encuentro definitivo con el Amor, que es Dios, nuestra vida adquiere sentido.
Pero no olvidemos, que a pesar de todo lo que hagamos, siempre nos faltará algo, y no es porque nuestro cónyuge o nuestros hijos no sean lo suficientemente buenos para saciar esa necesidad de amor, es simplemente que el único que puede llenar ese vacío es Dios.
Dios, en su infinita sabiduría, nos regala por adelantado pequeños destellos de esa vida maravillosa que nos espera. Podemos tener un encuentro con Dios, desde ahora, si lo buscamos en nuestro corazón, si cultivamos nuestra vida interior, a través de la oración y los sacramentos. Estar en gracia de Dios y recibirlo en la Eucaristía, nos hace saborear el Cielo.
Nuestro matrimonio es un adelanto de ese gran momento, podemos amar a Dios cuando amamos a nuestro cónyuge y cuidamos a nuestros hijos; cuando nuestro trabajo, bien hecho, es un medio para servir a los demás.
Mientras tanto vivamos nuestros días amando, que es lo que Dios nos pide, a lo que hemos sido llamados todos y donde está la verdadera felicidad. Amando a Dios, amando a los demás. Hasta que podamos, con un corazón lleno de ansias, encontrarnos con nuestro Amado.
San Agustín magistralmente nos dice: “Nos hiciste, Señor, para Ti y nuestro corazón estará inquieto hasta que en Ti descanse”.
Saludos,
Departamento de Familia