Las dificultades que vivimos en este momento, puede hacernos comprender cuán necesaria es la luz en nuestras vidas. En algunos casos nos hemos ido organizando o buscando medios para suplirla como linternas o luces recargables, tratando de hacer más llevadera esta crisis.
En la vida espiritual puede ocurrir lo mismo. Podemos acostumbrarnos hasta llegar a pensar que no la necesitamos; que podemos vivir en la oscuridad, contentándonos con pequeños destellos que el mundo nos ofrece.
El Evangelio del domingo, nos presenta una escena de Jesús con un hombre llamado Bartimeo, dedicado a pedir limosna. Era un mendigo, que además era ciego. Un hombre que vivía en la escasez y en la oscuridad, hasta que escuchó que Jesús estaba cerca y lo llamó con insistencia. Jesús le da la oportunidad de ver la verdadera luz, de no tener que seguir mendigando, pues todo lo que necesita, Él se lo puede dar.
Jesús pide que lo llamen. Fueron a buscarlo diciéndole: ¡Animo!, levántate, te llama. Él, arrojando su manto, dio un salto y se acercó a Jesús. Su manto, quizá era todo lo que tenía, y lo dejó todo. Dios le hizo ver, y Bartimeo lo siguió.
Es imposible verlo y no seguirlo. Pero muchas veces no queremos hacerlo, no nos interesa ver, y preferimos vivir mendigando amor en cualquier parte. Nos contentamos con lo que el mundo nos ofrece y que está muy lejos de hacernos felices de verdad. Cuando el alma se despierta y los ojos se abren, ya no se puede ser el mismo. La vida cambia, tiene otro sentido.
San Josemaría nos dice: “Ponte cada día delante del Señor y, como aquel hombre necesitado del Evangelio, dile despacio, con todo el afán de tu corazón: Domine, ut videam – ¡Señor, que vea!; que vea lo que Tú esperas de mí y luche para serte fiel”. (Forja 318).
Departamento de Familia