Después de la Navidad

María y José debieron acomodarse en un sitio, al que tomaron por su hogar, en Belén. Allí, en una vivienda pobre pero limpia, el Niño Jesús pasaría sus primeros días de nacido. La Virgen debió preocuparse porque todo estuviera arreglado, y José, como carpintero, trabajaría con mucha dedicación para que el Niño tuviera una cuna digna; para que María contara con los utensilios necesarios para arreglar la casa y cocinar, y él, se prepararía con mucho empeño, para ser un buen obrero en el pequeño pueblo de Belén.

¿Se imaginan la inmensa alegría de tener al mismo Dios en su casa? Sería para no poder dormir, por contemplarlo y atenderlo en sus necesidades básicas. Le rezarían y a la vez María le daría de lactar. Le rezarían mientras José balanceaba la cuna para que se adormezca y descanse. Le rezarían mientras lo bañaban… Era tener el Cielo en la tierra.

Mientras tanto, debieron de conversar mucho. ¿De qué? De tantas cosas. Qué hacer si se enfermaba; enseñarle a caminar, a comer, a hablar; cumplir con la ley acerca de los rituales con el primogénito; cómo le deberían de enseñar las Escrituras; los conocimientos básicos que necesitaba saber…

Dios, desde el Cielo, se alegraría de ver a la Sagrada Familia, haciendo las actividades que realizaría una familia normal, pues Jesús se había encarnado, para ser un hombre como todos nosotros.

En estos días posteriores a la Navidad, recurramos con mucha frecuencia a esta jaculatoria: “Jesús, José y María, os doy el corazón y el alma mía”, y repitámosla varias veces…, sea de manera vocal o en nuestra mente.

Saludos,

Departamento de Familia