El Padre comenzó a hablar despacio. Trataba de encerrar en pocas palabras los sentimientos de aquel año que acababa. Aquel mismo día había redactado una ficha con sus reflexiones. Había tomado nota de una frase en la que resumía sus pensamientos. Sacó del bolsillo la agenda y les leyó: “Éste es nuestro destino en la tierra: luchar por amor hasta el último instante. Deo gratias!”.
Había echado una rápida ojeada al año 1971, porque de sobra sabía cuáles eran los trabajos que venía padeciendo en los últimos años, y también su causa. De manera que, sin dejarse arrastrar por el desaliento, se decidió a recomenzar una vida nueva, limpia y entregada en generoso sacrificio al Señor. No era, propiamente, un cambio de vida. Más bien, una reafirmación de su afán de servicio.
Y no lo hacía por hallarse en el umbral de un nuevo año, sino porque todos los días son igualmente buenos para servir a Dios. Según les decía, se pasaba la existencia recomenzando, recomponiendo los rotos de su vida interior, haciendo actos de contrición, arrojándose, arrepentido, en brazos de Dios, como el hijo pródigo de retorno a la casa paterna. Porque “la vida humana es, en cierto modo, un constante volver hacia la casa de nuestro Padre. Volver mediante la contrición”.
Ese 31 de diciembre hizo, pues, confesión general y se aprestó a recomenzar una nueva vida al servicio de la Iglesia. De forma que el “Año nuevo, vida nueva” lo transformó en el lema para 1972: “Año nuevo, lucha nueva”. Breve espacio era un año para cambiar el estado del mundo. Pero el Padre no era pesimista. No pensaba tan sólo en la fugacidad del tiempo. La buena voluntad de mejorar en la vida interior, con la ayuda de la gracia, haría sobrenaturalmente fecundos esos doce meses: “El tiempo es un tesoro que se va, que se escapa, que discurre por nuestras manos como el agua por las peñas altas. Ayer pasó, y el hoy está pasando. Mañana será pronto otro ayer. La duración de una vida es muy corta. Pero, ¡cuánto puede realizarse en este pequeño espacio, por amor de Dios!”.
La Iglesia necesitaba de hijos fieles, que reparasen por los hijos desleales. Se dedicó, pues, a la tarea de meter en el alma de quienes trataba y, lógicamente, de todos sus hijos, el amor a la Iglesia y la obligación de desagraviar por las muchas ofensas que se le hacían. Por ese camino se irían aproximando a la santidad. Al menos lucharían en el campo ascético por suprimir defectos y mejorar de vida; ya que, -como explicaba el Padre- “la santidad está en tener defectos y luchar contra ellos, pero nos moriremos con defectos”.
Buscó la colaboración de sus hijas y de sus hijos. Siguió impulsando a toda la Obra en un decidido empeño de vida interior; y terminó el año recorriendo ciudades españolas y portuguesas en catequesis multitudinarias.
Amaneció el uno de enero de 1972 y el Padre, dispuesto a dar ya la batalla, muy de mañana, recitaba en tertulia a sus hijos del Colegio Romano la nota que la tarde anterior había leído a los del Consejo: “éste es nuestro destino en la tierra: luchar, por amor, hasta el último instante. Deo gratias! Y les animaba en la necesidad de recomenzar la lucha interior una vez más, recordándoles las palabras de la Sagrada Escritura: «la vida del hombre sobre la tierra es milicia».
El sacramento de la Confirmación hace a los cristianos milites Christi. “¡No os avergoncéis de ser soldados de Cristo, personas que tienen que luchar! Vosotros, hijos míos, lucharéis siempre, y también yo procuraré luchar siempre, hasta el último momento de mi vida. Si no luchamos, quiere decir que no vamos bien. En la tierra no podemos tener nunca esa tranquilidad de los comodones, que se abandonan porque saben que el porvenir es seguro. El porvenir de todos nosotros es incierto, en el sentido de que podemos ser traidores a Nuestro Señor, a nuestra vocación y a la fe”.
Habían de luchar para no dejarse esclavizar por el pecado y para obtener la paz, que es consecuencia de la guerra que el cristiano ha de sostener “contra todo lo que, en su vida, no es de Dios: contra la soberbia, la sensualidad, el egoísmo, la superficialidad, la estrechez de corazón”. Al dirigir una meditación o estar de tertulia con sus hijos, en la conversación o al dar un consejo espiritual, el Padre pasaba revista a estas ideas. Pelea les predicaba y pelea les exigía en la vida interior.
Al comienzo de 1972, y a medida que se aproximaba el 9 de enero, fiesta de su cumpleaños, el Padre porfiaba, bromeando, que estaba a punto de cumplir “siete años”. La broma era como un recordatorio de la perenne juventud espiritual del cristiano, y del camino de infancia espiritual que había emprendido tiempo atrás. Entonces, con la conciencia clara que proporciona la cercanía con Dios, decía: “Josemaría: tantos años, tantos rebuznos”.
Los del Consejo General le regalaron un pequeño altorrelieve de mármol blanco. Representaba al Buen Pastor, con la oveja descarriada o maltrecha sobre los hombros, el perro, el zurrón en bandolera y el cayado. Y, a sus pies, una dedicatoria en latín, añadida por don Álvaro: «9 de enero de 1972: a nuestro Padre, en el séptimo decenio de su nacimiento. Con todo cariño». Andrés Vázquez de Prada.
Saludos,
Departamento de Familia