En qué pensamos cuando vemos una mano extendida. En todas partes y en todo momento hay una. Los motivos son incontables. Y es que nadie puede vivir sin extender su mano, lo que nos hace pensar, que esa pequeña acción es vital para todos, y que es importante hacer conciencia de su significado. ¿Qué busca el hombre con este gesto? Ser feliz, amando y siendo amado.
Toda nuestra felicidad se encuentra en estos simples, y al mismo tiempo, grandes acontecimientos: mirar al otro y dejarse mirar. La dinámica del amor es tan sencilla, pero muchas veces nuestro duro corazón, no nos permite descubrir esa mano. No vemos la mano del que nos necesita y muchas veces no vemos las manos de quienes nos acogen y nos ayudan.
Desde pequeños, enseñamos a nuestros hijos a compartir. Se escuchan frases como: “Mi amor, comparta con su amiguito” o “Los hermanos siempre comparten”. O cada cierto tiempo, sacamos lo que no estamos usando y buscamos quien pueda estarlos necesitando. Esto, ennoblece sus corazones, los hace más empáticos y desprendidos. Descubren la alegría de dar, de servir.
Pero, a veces olvidamos, que también debemos aprender a recibir. Y aunque suena que es más fácil, no siempre es así. Enseñemos a nuestros hijos a descubrir esa mano que nos sirve, que nos ayuda. A la persona que cocina y lava nuestra ropa, al que nos saluda con una sonrisa, al que nos pregunta cómo estamos hoy, al que quiere saber si necesitamos algo, al que reza por nosotros. Reconocer que necesitamos del otro, y que Dios se manifiesta a través de ellos, eso es parte de nuestra felicidad.
Agradecer y compartir, dos acciones inseparables. Son los gestos más nobles del ser humano. Es vivir desde el corazón y allí encontrar a Dios, el único que puede mover dentro de nosotros ese deseo de amar y ser amados.
Saludos,
Departamento de Familia