A las personas que han podido viajar a Tierra Santa, se les ilumina el rostro cuando hablan de que conocieron el lugar donde se le presentó el Arcángel Gabriel a la Virgen María, anunciándole que sería Madre de Dios; o cuando hablan del sitio donde nació Jesús; o cuando recuerdan los lugares donde Él realizó portentosos milagros, entre otros sitios.
Pero también narran la tristeza que les ocasionó recorrer las 14 estaciones del Vía Crucis, con los detalles que presenta cada una de las mismas: La corona de espinas, los maderos que cargó, los terribles látigos con los que lo flagelaron; los grandes y filudos clavos con los que fijaron al Señor en la Cruz; su terrible agonía; su muerte y sepultura.
¿Pero…, todo fue en vano? ¿La crucifixión…, fue innecesaria? ¿Los dolores de Jesús…, inútiles? Nadie tiene amor más grande, que el que da la vida por sus amigos. Y el pecado de Adán fue tan grave, que sólo el mismo Dios, hecho hombre, podía repararlo… Y a esto vino Jesús.
Con su muerte, todos volvimos a ser hijos del Padre; se redimió al género humano…, se abrieron las puertas del Cielo.
San Alberto Hurtado decía que hay que dar hasta que duela. Nosotros modificamos esa frase diciendo que hay que dar…, aunque nos duela.
El dolor purifica; el dolor, cuando lo ofrecemos por alguna persona o por algún motivo especial, es llevadero. El dolor nos hace fuertes; convierte las lágrimas en sonrisas; con el dolor, completamos lo que le faltó a Jesús, para la Redención; nos hace…, corredentores con Él.
El dolor, sí tiene sentido. Después de su muerte, vino la Resurrección. Nosotros no adoramos a un cadáver que fue, sino a Jesús glorioso que es, que vive. El dolor y la muerte nos llevarán al Cielo, donde se es feliz…, eternamente.
Saludos,
Departamento de Familia