Esposo de María. Padre adoptivo de Jesús. De él aprendería el Señor su modo de trabajar, de comer, de caminar, de hablar. Su mismo tono de voz. Sus pisadas firmes y seguras para moverse de un lado a otro. Sus buenos modales. Su alegría contagiosa que fue imitada por Cristo para comunicarse con tanta gente que lo escuchó mientras estuvo con nosotros.

Fue la persona que más amó a la Virgen, aparte de su Hijo. Completamente enamorado de ella. La quiso con amor de esposo, no de hermano ni de padre. Vivieron juntos su virginidad, acordada desde antes de que fueran esposos. Algo incomprensible para nosotros, pero no para Dios. La Madre de Jesús fue Virgen antes, durante y después del parto.

Esposos. Eso no fue obstáculo, con la especialísima gracia de Dios, para que esta entrega –la de su virginidad- se cumpliera.

El Señor heredó de él, entre otras cualidades, la de trabajar, la de esmerarse en cumplir la voluntad de Dios en su profesión. Nada se le ahorró durante su vida. Se ganó el pan con el sudor de su frente. Nada de milagros para que terminara acabadamente bien los muebles o los artefactos que le encargaban realizar.

Sufrió mucho. Desde el comienzo de la historia de la Redención, al ver embarazada a su esposa y no saber por qué ocurría esto, hasta que fue avisado en sueños por el ángel, de este prodigio de conocer que el ser que estaba en el vientre de María era el Hijo de Dios. Luego el padecimiento de no saber donde nacería el Niño, porque no había lugar para ellos en la posada. La huida a Egipto presurosamente porque Herodes buscaba al Niño para matarlo. Su estancia en un país desconocido donde debería abrirse camino para procurar el sustento a su familia. Luego el temor de ir a Belén porque se encontraba reinando el hijo de Herodes. La preocupación por la pérdida del Niño Dios en Jerusalén.

Y no podemos olvidar de que Jesús, María y José estudiaban las Sagradas Escrituras. José sabría muy bien lo que le esperaba a su Hijo en la Pasión. Pero eso no le quitó la alegría al santo patriarca. Debió morir antes de la vida pública de Cristo, en los brazos de su Hijo y de María.

De él podemos sacar tantos ejemplos para aplicarlos en nuestras vidas. Sobre todo de ese amor intenso y constante que debe permanecer en la familia siempre, a pesar de las dificultades de todo tipo. Cuántas veces nos tocan pasar momentos desagradables, que deben solucionárselos con paciencia y comprensión, sin disgustos fuertes, que empañan la tranquilidad de la familia, y que hacen sufrir a quienes la integran.

Que estas fiestas nos encuentren junto a San José, esperando la llegada del Niño, con una oración constante, que permanezca en el tiempo. Que se viva en nuestra casa un ambiente de alegría y de paz. Y que el espíritu de la Navidad permanezca en todos nuestros hogares durante el 2017.

Saludos,

Departamento de Familia