La dimensión afectiva de la persona -igual que las tendencias biológicas- posee la misma dignidad humana de la que gozan la inteligencia y la voluntad, aunque está en un orden diverso. No es menos humano sentir atracción hacia alguien que pensar.
Desde esta perspectiva, surge una visión necesariamente muy positiva de la afectividad humana, alejada tanto de una absolutización de los sentimientos, como de un falso espiritualismo: no somos ni “sólo afectividad” (impulsos, emociones, instintos), ni “sólo espiritualidad” (razón y voluntad): “Me dices que sí, que quieres. Bien, pero ¿quieres como un avaro quiere su oro, como una madre quiere a su hijo, como un ambicioso quiere los honores o como un pobrecito sensual su placer? —¿No? —Entonces no quieres”.
La moral católica no observa con recelo a los sentimientos. Al contrario, da una importancia fundamental a su cuidado y su educación, pues tienen una enorme trascendencia en la vida moral.
Orientar y educar la afectividad supone un trabajo indispensable de purificación, porque el pecado ha introducido la cizaña del desorden en el corazón de todos los hombres y es por tanto necesario sanarlo. Por eso escribió San Josemaría: “No te digo que me quites los afectos, Señor, porque con ellos puedo servirte, sino que los acrisoles”.
Los sentimientos aportan a la vida gran parte de su riqueza, y resultan decisivos para una vida lograda y feliz: “Lo que se necesita para conseguir la felicidad, no es una vida cómoda sino un corazón enamorado”. Y para ello hay que educar el corazón, aunque no siempre sea una tarea fácil.
En este terreno, la mujer tiene en concreto para San Josemaría, un papel principalísimo. La mujer, cuya riqueza afectiva es más intensa y extensa que la del varón, enseñará a este a vivir de un modo más afectivo. Él ha de aprender qué significa ternura, delicadeza, detalle, oportunidad, mimo, complicidad… Ella ha de aprender que él está aprendiendo siempre y no termina nunca de conseguirlo.
Lograr ese equilibrio en la educación de los afectos nos ayudaría a vacunarnos de las dos enfermedades que suelen darse en este terreno: el peligro del sentimentalismo y el peligro del estoicismo. Peligros que, al mismo tiempo que se contraponen, suelen bascular en el tiempo y en el desarrollo de las personas, como defectos que se corrigen entre ellos sin poder llegar jamás a la armonía.
Para San Josemaría, el “sentimentalismo-pietismo” es una caricatura del verdadero amor y piedad cristiana. Así lo expresa con mucha frecuencia. Pero si teme ese exceso enfermizo de sentimientos, aún le preocupa más que la afectividad pierda el calor y la viveza del Amor de Cristo, esto es, que el corazón se vea encorsetado, seco, rígido.
En definitiva, aconseja sobre el grave riesgo que supone entender la caridad tal y como la suele entender cierto tipo de laicismo moral, muy frecuente en nuestros días: “caridad oficial, seca y sin alma”. Quienes tienen una imagen tan distorsionada del amor piensan equivocadamente que “conservar un corazón limpio, digno de Dios, significa no mezclarlo, no contaminarlo con afectos humanos”.
Sería un gravísimo error que traería graves consecuencia en la vida interior pues, como él mismo declara con preciosa expresión, “somos enamorados del amor. Por eso el Señor no nos quiere secos, tiesos, como una cosa sin vida”.
Esto supone y lleva a San Josemaría, a afrontar el riesgo de amar “demasiado afectivamente”. Prefiere pasar esa “prueba” antes que quedarse con un corazón angélico o encorsetado. Además, ¿quién está eximido de pasarla si lo que busca es el Corazón infinitamente amable de Cristo? (Antonio Schlatter Navarro. Fuente: Almudí).
Saludos,
Departamento de Familia