Hemos entrado en el tiempo de Cuaresma: tiempo de penitencia, de purificación, de conversión. No es tarea fácil. El cristianismo no es camino cómodo: no basta estar en la Iglesia y dejar que pasen los años. En la vida nuestra, en la vida de los cristianos, la conversión primera -ese momento único, que cada uno recuerda, en el que se advierte claramente todo lo que el Señor nos pide- es importante; pero más importantes aún, y más difíciles, son las sucesivas conversiones. Y para facilitar la labor de la gracia divina con estas conversiones sucesivas, hace falta mantener el alma joven, invocar al Señor, saber oír, haber descubierto lo que va mal, pedir perdón.
Invocabit me et ego exaudiam eum, leemos en la liturgia de este domingo: si acudís a mí, yo os escucharé, dice el Señor. Considerad esta maravilla del cuidado de Dios con nosotros, dispuesto siempre a oírnos, pendiente en cada momento de la palabra del hombre. En todo tiempo -pero de un modo especial ahora, porque nuestro corazón está bien dispuesto, decidido a purificarse-, Él nos oye, y no desatenderá lo que pide un corazón contrito y humillado.
Nos oye el Señor, para intervenir, para meterse en nuestra vida, para librarnos del mal y llenarnos de bien: eripiam eum et glorificabo eum, lo libraré y lo glorificaré, dice del hombre. Esperanza de gloria, por tanto: ya tenemos aquí, como otras veces, el comienzo de ese movimiento íntimo, que es la vida espiritual. La esperanza de esa glorificación acentúa nuestra fe y estimula nuestra caridad. De este modo, las tres virtudes teologales, virtudes divinas, que nos asemejan a nuestro Padre Dios, se han puesto en movimiento.
¿Qué mejor manera de comenzar la Cuaresma? Renovamos la fe, la esperanza, la caridad. Esta es la fuente del espíritu de penitencia, del deseo de purificación. La Cuaresma no es sólo una ocasión para intensificar nuestras prácticas externas de mortificación: si pensásemos que es sólo eso, se nos escaparía su hondo sentido en la vida cristiana, porque esos actos externos son –repito- fruto de la fe, de la esperanza y del amor. (Es Cristo que pasa: La conversión de los hijos de Dios).
Saludos,
Departamento de Familia