No hace mucho, he admirado un relieve en mármol, que representa la escena de la adoración de los Magos al Niño Dios. Enmarcando ese relieve, había otros: cuatro ángeles, cada uno con un símbolo: una diadema, el mundo coronado por la cruz, una espada, un cetro. De esta manera plástica, utilizando signos conocidos, se ha ilustrado el acontecimiento que conmemoramos hoy: unos hombres sabios -la tradición dice que eran reyes- se postran ante un Niño, después de preguntar en Jerusalén: ¿dónde está el nacido rey de los judíos?
Yo también, urgido por esa pregunta, contemplo ahora a Jesús, reclinado en un pesebre, en un lugar que es sitio adecuado sólo para las bestias. ¿Dónde está, Señor, tu realeza: la diadema, la espada, el cetro? Le pertenecen, y no los quiere; reina envuelto en pañales. Es un Rey inerme, que se nos muestra indefenso: es un niño pequeño. ¿Cómo no recordar aquellas palabras del Apóstol: se anonadó a sí mismo, tomando forma de siervo?
Nuestro Señor se encarnó, para manifestarnos la voluntad del Padre. Y he aquí que, ya en la cuna, nos instruye. Jesucristo nos busca -con una vocación, que es vocación a la santidad-para consumar, con Él, la Redención. Considerad su primera enseñanza: hemos de corredimir no persiguiendo el triunfo sobre nuestros prójimos, sino sobre nosotros mismos. Como Cristo, necesitamos anonadarnos, sentirnos servidores de los demás, para llevarlos a Dios.
¿Dónde está el Rey? ¿No será que Jesús desea reinar, antes que nada en el corazón, en tu corazón? Por eso se hace Niño, porque ¿quién no ama a una criatura pequeña? ¿Dónde está el Rey? ¿Dónde está el Cristo, que el Espíritu Santo procura formar en nuestra alma? No puede estar en la soberbia que nos separa de Dios, no puede estar en la falta de caridad que nos aísla. Ahí no puede estar Cristo; ahí el hombre se queda solo.
A los pies de Jesús Niño, en el día de la Epifanía, ante un Rey sin señales exteriores de realeza, podéis decirle: Señor, quita la soberbia de mi vida; quebranta mi amor propio, este querer afirmarme yo e imponerme a los demás. Haz que el fundamento de mi personalidad sea la identificación contigo.
El camino de la fe
La meta no es fácil: identificarnos con Cristo. Pero tampoco es difícil, si vivimos como el Señor nos ha enseñado: si acudimos diariamente a su Palabra, si empapamos nuestra vida con la realidad sacramental -la Eucaristía- que Él nos ha dado por alimento, porque el camino del cristiano es andador, como recuerda una antigua canción de mi tierra. Dios nos ha llamado clara e inequívocamente. Como los Reyes Magos, hemos descubierto una estrella, luz y rumbo, en el cielo del alma.
Hemos visto su estrella en Oriente y venimos a adorarle. Es nuestra misma experiencia. También nosotros advertimos que, poco a poco, en el alma se encendía un nuevo resplandor: el deseo de ser plenamente cristianos; si me permitís la expresión, la ansiedad de tomarnos a Dios en serio. Si cada uno de vosotros se pusiera ahora a contar en voz alta el proceso íntimo de su vocación sobrenatural, los demás juzgaríamos que todo aquello era divino.
Agradezcamos a Dios Padre, a Dios Hijo, a Dios Espíritu Santo y a Santa María, por la que nos vienen todas las bendiciones del cielo, este don que, junto con el de la fe, es el más grande que el Señor puede conceder a una criatura: el afán bien determinado de llegar a la plenitud de la caridad, con el convencimiento de que también es necesaria -y no sólo posible- la santidad en medio de las tareas profesionales, sociales…
Considerad con qué finura nos invita el Señor. Se expresa con palabras humanas, como un enamorado: Yo te he llamado por tu nombre… Tú eres mío. Dios, que es la hermosura, la grandeza, la sabiduría, nos anuncia que somos suyos, que hemos sido escogidos como término de su amor infinito. Hace falta una recia vida de fe para no desvirtuar esta maravilla, que la Providencia divina pone en nuestras manos. Fe como la de los Reyes Magos: la convicción de que ni el desierto, ni las tempestades, ni la tranquilidad de los oasis nos impedirán llegar a la meta del Belén eterno: la vida definitiva con Dios.
Un camino de fe es un camino de sacrificio. La vocación cristiana no nos saca de nuestro sitio, pero exige que abandonemos todo lo que estorba al querer de Dios. La luz que se enciende es sólo el principio; hemos de seguirla, si deseamos que esa claridad sea estrella, y luego sol. Mientras los Magos estaban en Persia -escribe San Juan Crisóstomo- no veían sino una estrella; pero cuando abandonaron su patria, vieron al mismo sol de justicia. Se puede decir que no hubieran continuado viendo la estrella, si hubiesen permanecido en su país. Démonos prisa, pues, también nosotros; y aunque todos nos lo impidan, corramos a la casa de ese Niño.
Firmeza en la vocación
Hemos visto su estrella en Oriente y venimos a adorarle. Al oír esto, el Rey Herodes se turbó y, con él, toda Jerusalén. Todavía hoy se repite esta escena. Ante la grandeza de Dios, ante la decisión, seriamente humana y profundamente cristiana, de vivir de modo coherente con la propia fe, no faltan personas que se extrañan, y aun se escandalizan, desconcertadas. Se diría que no conciben otra realidad que la que cabe en sus limitados horizontes terrenos.
Ante los hechos de generosidad, que perciben en la conducta de otros que han oído la llamada del Señor, sonríen con displicencia, se asustan o -en casos que parecen verdaderamente patológicos- concentran todo su esfuerzo en impedir la santa determinación que una conciencia ha tomado con la más plena libertad.
Yo he presenciado, en ocasiones, lo que podría calificarse como una movilización general, contra quienes habían decidido dedicar toda su vida al servicio de Dios y de los demás hombres. Hay algunos, que están persuadidos de que el Señor no puede escoger a quien quiera sin pedirles permiso a ellos, para elegir a otros; y de que el hombre no es capaz de tener la más plena libertad, para responder que sí al Amor o para rechazarlo.
La vida sobrenatural de cada alma es algo secundario, para los que discurren de esa manera; piensan que merece prestársele atención, pero sólo después que estén satisfechas las pequeñas comodidades y los egoísmos humanos. Si así fuera, ¿qué quedaría del cristianismo? Las palabras de Jesús, amorosas y a la vez exigentes, ¿son sólo para oírlas, o para oírlas y ponerlas en práctica? El dijo: sed perfectos como vuestro Padre celestial es perfecto.
Nuestro Señor se dirige a todos los hombres, para que vengan a su encuentro, para que sean santos. No llama sólo a los Reyes Magos, que eran sabios y poderosos; antes había enviado a los pastores de Belén, no ya una estrella, sino uno de sus ángeles. Pero, pobres o ricos, sabios o menos sabios, han de fomentar en su alma la disposición humilde que permite escuchar la voz de Dios.
Considerad el caso de Herodes: era un potente de la tierra, y tiene la oportunidad de servirse de la colaboración de los sabios: reuniendo a todos los príncipes de los sacerdotes y a los escribas del pueblo, les preguntó dónde había de nacer el Mesías. Su poder y su ciencia no le llevan a reconocer a Dios. Para su corazón empedernido, poder y ciencia son instrumentos de maldad: el deseo inútil de aniquilar a Dios, el desprecio por la vida de un puñado de niños inocentes.
Sigamos leyendo el santo Evangelio: ellos contestaron: en Belén de Judá, pues así está escrito por el profeta: Y tú, Belén, tierra de Judá, no eres ciertamente la más pequeña entre los príncipes de Judá, porque de ti saldrá un jefe que apacentará a mi pueblo Israel. No podemos pasar por alto estos detalles de misericordia divina: quien iba a redimir al mundo, nace en una aldea perdida.
Y es que Dios no hace acepción de personas, como nos repite insistentemente la Escritura. No se fija, para invitar a un alma a una vida de plena coherencia con la fe, en méritos de fortuna, en nobleza de familia, en altos grados de ciencia. La vocación precede a todos los méritos: la estrella que habían visto en Oriente les precedía, hasta que, llegada encima del lugar en que estaba el Niño, se detuvo.
La vocación es lo primero; Dios nos ama antes de que sepamos dirigirnos a Él, y pone en nosotros el amor con el que podemos corresponderle. La paternal bondad de Dios nos sale al encuentro. Nuestro Señor no sólo es justo, es mucho más: misericordioso. No espera que vayamos a Él; se anticipa, con muestras inequívocas de paternal cariño.
Saludos,
Departamento de Familia