En aquella homilía del campus de Pamplona, San Josemaría mencionó explícitamente el matrimonio y la familia. El amor humano, afirmaba, no es algo permitido, tolerado, junto a las verdaderas actividades del espíritu, como podría insinuarse en los falsos espiritualismos. Y añadía, como remachando la idea: El amor, que conduce al matrimonio y a la familia, puede ser también un camino divino, vocacional, maravilloso; cauce para una completa dedicación a nuestro Dios. Realizad las cosas con perfección, os he recordado, poned amor en las pequeñas actividades de la jornada, descubrid –insisto- ese algo divino que en los detalles se encierra: toda esta doctrina encuentra especial lugar en el espacio vital, en el que se encuadra el amor humano.

Los casados están llamados a santificar su matrimonio y a santificarse en esa unión; cometerían por eso un grave error, si edificaran su conducta espiritual a espaldas y al margen de su hogar. La vida familiar, las relaciones conyugales, el cuidado y la educación de los hijos, el esfuerzo por sacar económicamente adelante a la familia y por asegurarla y mejorarla, el trato con las otras personas que constituyen la comunidad social, todo eso son situaciones humanas y corrientes que los esposos cristianos deben sobrenaturalizar.

El espacio vital de la familia es pues, ante todo, lugar de encuentro con Dios, ámbito propicio para una existencia alegre de servicio y donación a los demás, basada en la conciencia activa y permanente de nuestra condición de hijos de Dios. De la maravillosa realidad de nuestra filiación divina en Cristo, se desprenden muy variadas consecuencias para la conducta personal, para nuestras familias, para la sociedad.

Comprender que he de darme gustosamente cada día, viviendo con una sana atención y servicio a las personas que me rodean, es uno de los grandes tesoros que las familias cristianas, consecuentes con su fe, brindan a sus propios miembros y a toda la sociedad. En la escuela del amor que caracteriza a la familia -que, insisto, tiene como condición irrenunciable el olvido de sí-, se adquieren hábitos que necesariamente repercuten en beneficio del tejido social, a todos los niveles.

Escuchemos de nuevo a San Josemaría. Los esposos cristianos han de ser conscientes de que están llamados a santificarse santificando, de que están llamados a ser apóstoles, y de que su primer apostolado está en el hogar. Deben comprender la obra sobrenatural que implica la fundación de una familia, la educación de los hijos, la irradiación cristiana en la sociedad. De esta conciencia de la propia misión dependen en gran parte la eficacia y el éxito de su vida: su felicidad. (Conferencia de Don Javier Echevarría, en la clausura del Congreso Internacional sobre Familia y Sociedad en la Universitat Internacional de Catalunya, Barcelona, 17-V-2008).

Saludos,

Departamento de Familia