Dios Padre se ha dignado concedernos, en el Corazón de su Hijo, infinitos dilectionis thesauros (Oración de la misa del Sagrado Corazón), tesoros inagotables de amor, de misericordia, de cariño.
Si queremos descubrir la evidencia de que Dios nos ama –de que no sólo escucha nuestras oraciones, sino que se nos adelanta–, nos basta seguir el mismo razonamiento de San Pablo: El que ni a su propio Hijo perdonó, sino que le entregó a la muerte por todos nosotros, ¿cómo no nos dará con Él todas las cosas? (Rom VIII, 32).
La gracia renueva al hombre desde dentro, y le convierte –de pecador y rebelde– en siervo bueno y fiel (Cfr. Mt XXV, 21). Y la fuente de todas las gracias es el amor que Dios nos tiene y que nos ha revelado, no exclusivamente con las palabras: también con los hechos. El amor divino hace que la segunda Persona de la Santísima Trinidad, el Verbo, el Hijo de Dios Padre, tome nuestra carne, es decir, nuestra condición humana, menos el pecado. Y el Verbo, la Palabra de Dios es Verbum spirans amorem, la Palabra de la que procede el Amor (S. Tomás de Aquino, S. Th. I, q. 43, a. 5 (citando a S. Agustín, De Trinitate, IX, 10)).
El amor se nos revela en la Encarnación, en ese andar redentor de Jesucristo por nuestra tierra, hasta el sacrificio supremo de la Cruz. Y, en la Cruz, se manifiesta con un nuevo signo: uno de los soldados abrió a Jesús el costado con una lanza, y al instante salió sangre y agua (Ioh XIX, 34.). Agua y sangre de Jesús que nos hablan de una entrega realizada hasta el último extremo, hasta el consummatum est (Ioh XIX, 30), el todo está consumado, por amor.
En la fiesta de hoy, al considerar una vez más los misterios centrales de nuestra fe, nos maravillamos de cómo las realidades más hondas –ese amor de Dios Padre que entrega a su Hijo, y ese amor del Hijo que le lleva a caminar sereno hacia el Gólgota– se traducen en gestos muy cercanos a los hombres. Dios no se dirige a nosotros con actitud de poder y de dominio; se acerca a nosotros, tomando forma de siervo, hecho semejante a los hombres (Phil II, 7).
Jesús jamás se muestra lejano o altanero, aunque en sus años de predicación le veremos a veces disgustado, porque le duele la maldad humana. Pero, si nos fijamos un poco, advertiremos en seguida que su enfado y su ira nacen del amor: son una invitación más para sacarnos de la infidelidad y del pecado. ¿Quiero yo acaso la muerte del impío, dice el Señor, Yavé, y no más bien que se convierta de su mal camino y viva? (Ez XVIII, 23).
Esas palabras nos explican toda la vida de Cristo, y nos hacen comprender por qué se ha presentado ante nosotros con un Corazón de carne, con un Corazón como el nuestro, que es prueba fehaciente de amor y testimonio constante del misterio inenarrable de la caridad divina (Es Cristo que pasa. San Josemaría Escrivá de Balaguer.
Saludos,
Departamento de Familia