La Navidad

Hoy brillará la luz sobre nosotros, porque nos ha nacido el Señor. Es el gran anuncio que conmueve en este día a los cristianos y que, a través de ellos, se dirige a la Humanidad entera. Dios está aquí. (Es Cristo que pasa, 12).

Dios ha querido necesitar de los hombres

Cuando llegan las Navidades, me gusta contemplar las imágenes del Niño Jesús. Esas figuras que nos muestran al Señor que se anonada, me recuerdan que Dios nos llama; que el Omnipotente ha querido presentarse desvalido; que ha querido necesitar de los hombres. Desde la cuna de Belén, Cristo me dice y te dice que nos necesita, nos urge a una vida cristiana sin componendas, a una vida de entrega, de trabajo, de alegría. (Es Cristo que pasa, 18).

La Navidad está rodeada también de sencillez admirable: el Señor viene sin aparato, desconocido de todos. En la tierra, sólo María y José participan en la aventura divina. Y luego aquellos pastores, a los que avisan los ángeles. Y más tarde, aquellos sabios de Oriente. Así se verifica el hecho trascendental, con el que se unen el cielo y la tierra, Dios y el hombre. (Es Cristo que pasa, 18).

Navidad. Me escribes: “al hilo de la espera santa de María y de José; yo también espero, con impaciencia, al Niño. ¡Qué contento me pondré en Belén!: presiento que romperé en una alegría sin límite. ¡Ah!: y, con Él, quiero también nacer de nuevo…”

—¡Ojalá sea verdad este querer tuyo! (Surco, 62).

¿Qué nos dice?

Estamos en Navidad. Los diversos hechos y circunstancias que rodearon el nacimiento del Hijo de Dios acuden a nuestro recuerdo, y la mirada se detiene en la gruta de Belén, en el hogar de Nazareth. María, José, Jesús Niño, ocupan de un modo muy especial el centro de nuestro corazón. ¿Qué nos dice, qué nos enseña la vida, a la vez sencilla y admirable, de esa Sagrada Familia? (Es Cristo que pasa, 22).

Al pensar en los hogares cristianos, me gusta imaginarlos luminosos y alegres, como fue el de la Sagrada Familia. El mensaje de la Navidad resuena con toda fuerza: “Gloria a Dios en lo más alto de los cielos, y paz en la tierra a los hombres de buena voluntad” (Lc II, 14). “Que la paz de Cristo triunfe en vuestros corazones”, escribe el apóstol (Col III, 15). (Es Cristo que pasa, 22).

Jesús nació en una gruta de Belén, dice la Escritura, “porque no hubo lugar para ellos en el mesón”.

—No me aparto de la verdad teológica, si te digo que Jesús está buscando todavía posada en tu corazón. (Forja, 274).

En la intimidad de tu alma

Llégate a Belén, acércate al Niño, báilale, dile tantas cosas encendidas, apriétale contra el corazón…

—No hablo de niñadas: ¡hablo de amor! Y el amor se manifiesta con hechos: en la intimidad de tu alma, ¡bien le puedes abrazar! (Forja, 345).

Cristo fue humilde de corazón (Cfr. Mt 11, 29). A lo largo de su vida no quiso para Él ninguna cosa especial, ningún privilegio. Comienza estando en el seno de su Madre nueve meses, como todo hombre, con una naturalidad extrema. De sobra sabía el Señor que la humanidad padecía una apremiante necesidad de Él. Tenía, por eso, hambre de venir a la tierra para salvar a todas las almas: y no precipita el tiempo. Vino a su hora, como llegan al mundo los demás hombres. Desde la concepción hasta el nacimiento, nadie -salvo San José y Santa Isabel- advierte esa maravilla: Dios que viene a habitar entre los hombres.

Grandeza de un Niño que es Dios: su Padre es el Dios que ha hecho los cielos y la tierra, y Él está ahí, en un pesebre, quia non erat eis locus in diversorio (Lc 2, 7), porque no había otro sitio en la tierra para el dueño de todo lo creado. (Es Cristo que Pasa, 18).

Nuestro Señor se dirige a todos los hombres, para que vengan a su encuentro, para que sean santos. No llama sólo a los Reyes Magos, que eran sabios y poderosos; antes había enviado a los pastores de Belén, no ya una estrella, sino uno de sus ángeles (Lc II, 9). Pero, pobres o ricos, sabios o menos sabios, han de fomentar en su alma la disposición humilde que permite escuchar la voz de Dios. (Es Cristo que pasa, 33)

Por tu nombre…

Considerad con qué finura nos invita el Señor. Se expresa con palabras humanas, como un enamorado: Yo te he llamado por tu nombre… Tú eres mío (Is XLIII, 1). Dios, que es la hermosura, la grandeza, la sabiduría, nos anuncia que somos suyos, que hemos sido escogidos como término de su amor infinito. Hace falta una recia vida de fe para nos desvirtuar esta maravilla, que la Providencia divina pone en nuestras manos. Fe como la de los Reyes Magos: la convicción de que ni el desierto, ni las tempestades, ni la tranquilidad de los oasis, nos impedirán llegar a la meta del Belén eterno: la vida definitiva con Dios. (Es Cristo que pasa, 32).

Saludos,

Departamento de Familia