La rosa de Rialp

Guiados por Paco Bach, emprendieron la marcha hacia la masada de Vilaró. A medio camino comenzó a amanecer, cuando ya habían transpuesto varios cerros y no podían ser vistos entre la espesura de los pinos. Pronto llegaron al casal de Vilaró, emplazado en una pequeña elevación del terreno, con amplio campo de visibilidad, de modo que, en caso de que se acercaran guardias o milicianos, daba tiempo a esconderse. El “amo” de la masía, Pere Sala, se alegró cuando el Padre dijo que era sacerdote y que quería celebrar misa. En una de las habitaciones de la casa prepararon una mesa; y de una de las mochilas de la expedición extrajeron lo que cuidadosamente habían dispuesto en Barcelona: las formas, un vasito de cristal que serviría de cáliz, unos pequeños corporales, purificadores, un crucifijo, la botellita de vino de misa y el cuaderno en que habían copiado el canon y algunos textos de misas votivas.

Aquel día lo pasó el grupo escondido en el pajar y, por la noche, se retiraron a dormir a la casa de la masía, que estaba al lado. Pero el Padre, que no tenía aún noticia de los valencianos —de Pedro, de Paco y de Miguel—, apenas pegó ojo. Con esta incertidumbre se le volvía a despertar la preocupación por todos los demás de la Obra; hasta que de mañana, muy temprano, les llegó el aviso de que el otro grupo estaba ya en el pajar de Peramola.

Amaneció así el domingo, 21 de noviembre. Demoró el Padre el celebrar, esperando a los de Peramola, que se presentaron en mitad de la misa. Se sentaron después a la mesa con la familia de Pere Sala. Y los recién venidos contaron en el desayuno su aventura, desde que bajaron del autobús en la parada de Sanahuja: la dificultad en dar la contraseña al guía, y cómo a media noche habían perdido el camino. Se extraviaron por culpa del guía, que era extranjero y no conocía bien la comarca, y con el que apenas se entendían, porque no hablaba ni catalán ni castellano. No consiguieron llegar a Peramola hasta la tarde del día siguiente, teniendo que esperar a las afueras del pueblo a que anocheciera, para compartir el pajar con las ratas. Más de veinte horas caminando. Habían leído la nota del Padre; y Pedro hizo un retrato a lápiz a Paco, el hijo de Tonillo…

Con el entorpecimiento propio del cansancio se le difuminaban a Pedro las ideas. A pesar de todo, y de la alegría de hallarse juntos tras las incertidumbres de la víspera, se notaba algo raro en el ambiente, algo casi imperceptible. Sentados a la mesa desayunaban en abundancia: patatas, pimiento, tocino, pan y vino. ¿Qué les faltaba? Lo contará Pedro más adelante, al escribir el diario de lo sucedido esa jornada, y pintar el estado de ánimo del Padre: «Sin embargo estamos todos como extraños: la causa es que el Padre está preocupado, no puede ocultarlo: allá, en Madrid, queda un puñado de gente nuestra que no ha podido salir…». Su pensamiento, como una aguja imantada, iba disparado hacia Madrid.

Se hallaban en plena Baronía de Rialp. Esta tierra recibía su nombre del río Rialb —el “rivus albus” romano— que recogía por valles y hondonadas las aguas de infinidad de arroyuelos para verterlas en el Segre. Entre estos dos ríos se encontraban Peramola y la masía de Vilaró. El paisaje era montuoso, con sierras de mediana altura, con parajes fragosos, y valles y estribaciones pobladas de pino y encina.

A media tarde se presentó Pere Sala a decirles que tenían que ponerse en camino, pues no estaban del todo fuera de peligro si se quedaban en la masía. De anochecida, luego de haber caminado un cuarto de hora, llegaron a vista de la iglesia de Pallerols. En una suave ladera, entre los árboles, destacaba la silueta de una torre y el cuerpo de una pequeña iglesia o ermita. Tenía la iglesia, adosada a su ábside, una casa rectoral, que por su volumen y altura dominaba la techumbre del templo. En los alrededores, y a distintos niveles del terreno, había algunas casas y establos, con apariencia de estar abandonados. La puerta de la casa rectoral no tenía cerradura. Siguiendo los pasos de Pere Sala, subieron los fugitivos por una escalera al primer piso de la vivienda. Era ya de noche y el guía encendió una vela. Estaban en un cuarto amplio y desmantelado, con varias puertas y un balcón que daba al valle. “En Pere” abrió una de las puertas y, a la débil luz de la vela, medio distinguieron en el fondo una pequeña estancia o recinto, con techo bajo y abovedado. Los muros estaban ennegrecidos; tiznado el revoco y el suelo cubierto de paja. No tenía ese estrecho recinto más respiradero que un ventanuco malamente tapado con unas tablas. En la oscuridad, a la luz vacilante de la vela, les dio la impresión de ser un horno. Ése era el lugar donde debían dormir aquella noche; sin encender luces y atrancando bien la puerta, como les recomendó el guía.

Luego, otra vez en la sala de la rectoral, sin necesidad de salir al exterior, bajaron tras Pere Sala por unas escaleras a la sacristía, y pasaron a la iglesia. El guía fue mostrando, a quienes quisieron seguirle, las paredes completamente desnudas. Imágenes, retablos y altares, y hasta las campanas, habían sido arrancados y destrozados por los milicianos en 1936. Y, no contentos con destruir, redujeron todo a cenizas. Fuera hicieron con los despojos una pira iconoclasta. Al incierto resplandor de la vela anduvo el Padre buscando un recuerdo que llevarse, con espíritu de reparar tanta barbarie. Y, por más que miró, no encontró nada.

Subieron otra vez a la sala de la casa rectoral por la escalera interior. Se despidió “en Pere”, quedando en volverlos a recoger por la mañana. Cenaron el pan con embutido que les habían dado en la masía. Tuvieron después una corta tertulia y rezaron las Preces de la Obra, dejando todo preparado para decir la misa al día siguiente sobre una mesa de la sala, pues lo único que quedaba en la iglesia eran los bancos. Se retiraron al recinto abovedado, apagaron la vela y se echaron sobre la paja a descansar. Juan y el Padre, al fondo de aquel estrechísimo aposento. Muy cerca de ellos, Paco y Pedro; y, ya junto a la puerta de entrada, José María y Miguel.

Llevaban un rato acostados cuando Paco oyó al Padre removerse y respirar agitadamente. En esto, Juan se levantó y abrió el ventanuco, para que al Padre le diera un poco de aire fresco. Pero no logró sosegarle. Según refiere Paco Botella: «Del Padre salía, primero un ruido tenue que se hizo doloroso gemido. Luego, era un sollozo suave, que fue en aumento».

Juan hablaba con el Padre en voz muy baja y no se les entendía. Con el cuchicheo, Pedro se desveló y preguntó a Paco qué pasaba. Éste se lo dijo a Juan. Pero la respuesta de Juan fue un impresionante silencio. (Sabía que la duda ahogaba de nuevo el espíritu del Padre, y que estaba pasando una tremenda prueba interior).

En esto, los sollozos del Padre se hacían cada vez más profundos y su respiración más anhelante. Afinando el oído, en la oscuridad, como sobresaliendo del rumor sofocado de las voces, Pedro oyó con claridad cortante unas palabras de Juan que le aturdieron como un mazazo: — «a Usted le llevamos al otro lado, vivo o muerto». Le resultaba inimaginable que uno de los suyos tratara de ese modo al Padre. Se atemorizó. Aquello era superior a sus fuerzas. Invocó a la Virgen y cayó en profundo sueño, rendido por el cansancio y la violencia de la emoción.

Solamente Juan entrevió que se desencadenaba, de manera aún más terrible, la pasada prueba del 15 de octubre en Barcelona, cuando el Padre salió de casa decidido a coger un tren para Madrid, porque no soportaba el pensamiento de oponerse a la voluntad de Dios, al dejar abandonados a los suyos. Fue toda una noche de aflicción, refiere Paco Botella. «Nunca había visto llorar así a nadie. Y tampoco, desde entonces, he vivido una cosa igual. Era una angustia que estremecía, era una pena hondísima, que le hacía temblar. Duró mucho, hora tras hora, hasta el amanecer. Tuve tiempo para que se me quedase grabado para siempre».

A la lucha consigo mismo sobre qué camino tomar, si el de Madrid o el de Andorra, sucedió una experiencia mística terrible, inefable y purificadora. Como sobrepuesta a la incertidumbre inicial que le aquejaba, sintió que se le estrujaba el alma y que el entendimiento quedaba atormentado. Mientras, el ansia de amor de Dios se debatía en las profundidades de su espíritu, en pugna por salir a flote.

Al término de tan larga noche, aquel sentimiento de ahogo dejó curso libre al de compunción; y el alma, con el vivo anhelo de verse confirmada en la amistad con Dios, sintióse empujada interiormente a plantear, de forma audaz y confiada, la duda que se había declarado antes de la medianoche. Entonces el sacerdote, postrado en su pena, pidió al Señor que le concediese, sin tardanza, un signo tangible de estar haciendo, no su propio querer, sino la Voluntad divina.

A la hora del alba se aquietó el Padre y prosiguió en oración insistente, pidiendo, por intercesión de la Virgen, el sosiego de su conciencia, contrita y aquejada todavía por la aprensión de que no cumplía la voluntad de Dios.

Se levantó entre dos luces a abrir el ventanuco. Su rostro, doloridamente sereno, reflejaba el agotamiento, tras toda una noche de pelea, con la amargura aún clavada en el alma. Con él se levantaron algunos. Dijo a Juan que no iba a celebrar misa —le rondaba el pensamiento de estar obrando contra el querer de Dios— y les pidió que recogieran todo de la mesa de la sala. Luego desapareció rápidamente por la escalera que bajaba a la sacristía.

Al cabo de un rato reapareció en la sala, transformado, radiante de alegría. Se le veía feliz. De su rostro había desaparecido toda traza de cansancio. En su mano traía un objeto de madera estofada. Era una rosa.

— Juan, guárdala con cuidado, le dijo.

— Y preparadlo todo, porque voy a celebrar.

Dentro de tan sobrenatural suceso, resulta extremadamente llamativa la manera de registrarlo, u omitirlo, tanto por parte de Juan como del Padre. Testigo principal en aquella noche triste, Juan —sea por humildad, sea por pudor, quizá por temperamento— hace caso omiso de los hechos nocturnos para comenzar así su narración: «A la mañana siguiente, lunes 22, ocurrió un hecho que, para evitar el sensacionalismo y todo conato de interpretación, me parece que se debe contar en muy pocas palabras. […] Salió de la habitación y al parecer bajó a la iglesia. Al cabo de no mucho tiempo volvió. Su preocupación se había disipado. Aunque no hizo comentarios en este sentido, su aspecto era entonces muy alegre. Llevaba una rosa de madera dorada. Todos sacamos la impresión de que aquella rosa tenía un profundo significado sobrenatural, aunque no hizo ninguna aclaración. La conservó con cuidado muy especial y la guardábamos en la mochila junto con lo necesario para celebrar Misa».

Examinando el caso desde la vertiente humana, es explicable que Pedro recurriera al sueño para desaparecer de escena: «Debería deplorar haberme dormido tan profundamente aquella noche —razona consigo mismo— pero, si he de ser sincero, más bien me alegro. Reconozco que cuando he visto acercarse lo sobrenatural extraordinario en la vida de nuestro Padre, he sentido especial temor, me ha traumatizado demasiado».

El Fundador, por humildad, y porque quería apartar a sus hijos de la tentación de soñar en “milagrerías” sin poner el esfuerzo humano para resolver los problemas, no fue tampoco amigo de dar demasiadas noticias sobre la procedencia de aquella rosa de madera: Es una rosa de madera estofada, sin ninguna importancia, decía a un grupo de hijos suyos en 1961. Allí, cerca del Pirineo catalán, la tuve por vez primera entre las manos. Fue un regalo de la Virgen, por quien nos vienen todas las cosas buenas. ¡Tantas veces la hemos llamado Rosa Mística!… Pero ya no me acuerdo de aquel suceso: sólo tengo memoria para agradecer al Señor su misericordia con la Obra y conmigo. La rosa de madera se conserva ahora en la Curia prelaticia del Opus Dei.   La rosa de Rialp. “El Fundador del Opus Dei”, biografía escrita por Andrés Vázquez de Prada.

Saludos,        

Departamento de Familia

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