La sonrisa de la Virgen

A las madres de familia, solía darles San Josemaría, este consejo: si tus hijos se portan mal, no dejes de sonreír, y cuando pasen unos días, cuando no estés enfadada, diles lo que debes decirles. Y añadía en 1974: la Madre de Dios, como posee todas las perfecciones, nos sonríe siempre.

Estas consideraciones no se quedan en algo sentimental, emotivo, sino que nos cambian, nos hace salir de nosotros mismos y ocuparnos de los demás. Así nos lo enseñaba San Josemaría:

Cuando somos de verdad hijos de María, comprendemos esa actitud del Señor -que se anonada para servirnos-, de modo que se agranda nuestro corazón y tenemos entrañas de misericordia. Nos duelen entonces los sufrimientos, las miserias, las equivocaciones, la soledad, la angustia, el dolor de los otros hombres nuestros hermanos. Y sentimos la urgencia de ayudarles en sus necesidades, y de hablarles de Dios para que sepan tratarle como hijos, y puedan conocer las delicadezas maternales de María.

Podemos reflejar con nuestro ejemplo, el rostro sonriente de Nuestra Madre. También cuando nos pesa el dolor o el cansancio. De Ella recibimos la capacidad de misericordia, de perdonarnos, de comprendernos, de sostenernos unos a otros, de sonreírnos. Todo lo que ahora te preocupa, cabe dentro de una sonrisa, esbozada por amor de Dios. Y pediremos un corazón que sea capaz de pasar por alto nuestros sufrimientos, y de interesarnos con cariño por las necesidades y preocupaciones de los demás.

Y al desgranar las cuentas de nuestro Rosario encomendaremos a Nuestra Señora a todas las personas que sufren, en el alma o en el cuerpo: a los enfermos, a los que se sienten solos o abandonados, a los que se hallan afectados por la epidemia, han perdido seres queridos, han perdido el trabajo, a los que padecen persecución y violencias de todo tipo… Nadie debe quedar fuera de nuestra oración. Y rezaremos especialmente por la Persona y las intenciones del Papa, como nos pide frecuentemente.

No queremos vivir sin esa sonrisa. Nuestros errores -por grandes que puedan llegar a ser- no son capaces de borrarla. Si nos levantamos de nuevo, podemos buscar con la mirada sus ojos, y nos volveremos a contagiar de su alegría. Mirad: para nuestra Madre Santa María, jamás dejamos de ser pequeños, porque Ella nos abre el camino hacia el Reino de los Cielos, que será dado a los que se hacen niños (Cfr. Mt XIX, 14). De Nuestra Señora no debemos apartarnos nunca. Y Ella siempre permanece cercana, para mostrarnos su rostro sonriente.

Levantaremos la mirada a esa Estrella que es María, para que con su luz nos oriente y nos guíe hasta la orilla firme del alba, hasta la tierra segura de la patria definitiva.

Que nuestra alma sedienta acuda a esta fuente, y que nuestra miseria recurra a este tesoro de compasión. Virgen bendita, que tu bondad haga conocer en adelante al mundo, la gracia que tú has hallado junto a Dios: consigue con tus oraciones el perdón de los culpables, la salud de los enfermos, el consuelo de los afligidos, ayuda y libertad para los que están en peligro.

La Virgen María nos trae la gracia, que es Jesús. Trayendo a Jesús, la Virgen nos trae también a nosotros una alegría nueva, plena de significado, nos trae una nueva capacidad de atravesar con fe los momentos más dolorosos y difíciles.

La Virgen es nuestra Madre. Una verdad que he tratado de hacer mía -nos confiará San Josemaría-, que he predicado de continuo y que todo católico ha oído y repetido mil veces, hasta colocarla muy en lo íntimo del corazón, y asimilarla de una manera personal y vivida. Cada cristiano puede, echando la vista hacia atrás, reconstruir la historia de sus relaciones con la Madre del Cielo. Una historia en la que hay fechas, personas y lugares concretos, favores que reconocemos como venidos de Nuestra Señora, y encuentros cargados de un especial sabor. Nos damos cuenta de que el amor que Dios nos manifiesta a través de María, tiene toda la hondura de lo divino y, a la vez, la familiaridad y el calor propios de lo humano. Con María, contando con su sonrisa, gozaremos ya ahora del gaudium cum pace, preludio del que poseeremos en el Cielo. (Eduardo Peláez. Almudi).

Saludos,

Departamento de Familia