La valentía para defender la vida

Mi primer contacto con el Opus Dei fue el año 1973. Lamentablemente no pude conocer a San Josemaría Escrivá personalmente cuando vino a Buenos Aires al año siguiente. Pero tuve la ocasión de conocerle físicamente gracias a una película de un encuentro en España durante el año 1972. Me parece recordar que fue en Madrid. Había hombres, mujeres y gente joven. El fundador del Opus Dei recibía preguntas y las contestaba con rapidez, precisión y emoción. Me quedó muy grabado el momento en que salió el tema del aborto. San Josemaría, con gran firmeza y -lo que me sorprendió más, con gran valentía- decía que se trataba de un gran crimen, de un verdadero homicidio, un infanticidio especialmente agravado.

Por aquellos años cursaba la licenciatura de Derecho. En el curso de Derecho Penal coincidí con otro compañero que tiempo más tarde me enteraría que era del Opus Dei. Me di cuenta de que también, con gran personalidad y sin temor a las reacciones del profesor, cuando llegó la oportunidad de tratar el tema, expresó la misma doctrina que yo ya había oído al fundador del Opus Dei con respecto a la vida del concebido. Es cierto también que lo hizo con solvencia. Se veía que se había preparado para la ocasión.

Un par de años más tarde tuve un profesor de Derecho Administrativo, también de la Obra, que influyó de manera decisiva en mi pedido de admisión al Opus Dei. Desde su asignatura, y con toda naturalidad sin perjuicio del alto nivel académico, también expuso la misma doctrina abundando en argumentos que fortalecieron decisivamente mi postura pro vida.

Fundamentalmente en esos tiempos se sostenían cosas como que el feto era parte del cuerpo de la madre, que como tal ella tenía derecho a disponer de él en ejercicio de su legítima libertad, y que -si acaso- lo que protegían las leyes contra el aborto era la mera “esperanza de vida”.

Este tipo de razonamiento fue simultáneamente ratificado por el lamentable fallo de la Corte Suprema de los Estados Unidos “Roe Vs. Wade” que permitió el aborto libre a pedido de la madre y -en algunos casos- pagado por el propio Estado, a partir de 1973. Esta lamentable jurisprudencia se fue extendiendo como reguero de pólvora en los países del llamado “primer mundo”.

El contraste era evidente. Por un lado, San Josemaría un año antes ya pronunciándose claramente a favor de la vida y por otro mis profesores, libros, medios, compañeros, y el país más poderoso del mundo, totalmente en contra.

La valentía del fundador del Opus Dei -aclaro que pedí la admisión a la Obra recién varios años después-, él solo frente a una multitud que llenaba un gimnasio cubierto, y encima dejándose filmar, me llevó a cuestionar seriamente lo que mi entorno académico y cultural me presentaba como una verdad indiscutible. Fue así que empecé a estudiar el tema de la protección de la vida humana aquí y en el extranjero, a escribir y a pronunciar conferencias, a participar de debates públicos y privados, en televisión, radio y periódicos.

La sensación que tuve las primeras veces era de “predicar en el desierto”, pero también empecé a recibir comentarios en privado de personas que se me acercaban para manifestar que estaban de acuerdo. Me di cuenta de que había gente muy valiosa, de peso, y también gente sencilla con gran sentido común, que no se animaban a hablar para no quedar como anticuados, pendientes del qué dirán, y en algunos casos por dudas que se les planteaban y que no se animaban a preguntar. Era comprensible: si todo el entorno -académico, mediático y político- opinaba de forma aparentemente monolítica es lógico que mucha gente dudase de si realmente estaba pensando bien.

El mismo problema se planteó a partir del año 1978, con respecto a la fecundación in vitro y el atractivo magnetismo que produjo en la comunidad científica y en la población en general con la posibilidad del “hijo a la carta” y del dominio del comienzo de la vida.

Ese mismo año asumió el Papa Juan Pablo II que confirmó radicalmente en múltiples intervenciones -orales y escritas- lo que había sido doctrina tradicional de la Iglesia Católica: la vida humana del concebido debe ser respetada. Aun hoy, casi un cuarto de siglo después continúa haciéndolo siempre que tiene oportunidad y denuncia lo que en su conjunto ha denominado “la cultura de la muerte”.

Porque efectivamente el tema de la protección de la vida humana no quedó reducido al ser naciente, sino que -como consecuencia lógica de la banalización del tema- comenzó a hablarse de “eutanasia” para los enfermos y ancianos, con mayor o menor amplitud.

Volví a hacer lo mismo. Estudié el tema aquí y en el extranjero y volví a participar en todo tipo de oportunidad que se me daba -o que me buscaba- para hablar o escribir.

Otros colegas de mi país han seguido exponiendo y escribiendo en esta misma línea. Alguno de ellos incluso cambió de opinión, demostrando gran seriedad profesional y humildad, propias de un verdadero universitario.

La legislación en nuestro país no se ha modificado en el sentido de permitir ni la eutanasia ni el aborto libres. Pero la batalla continúa en esos mismos campos, y en otros nuevos que abren apasionantes frentes de investigación y de cambio de opiniones, como las manipulaciones genéticas, la clonación y la ectogénesis.

Cada vez que pienso que por haber visto y oído al fundador del Opus Dei aquella vez hace treinta años tomé la decisión de estudiar un tema para defender la verdad, le agradezco muchas cosas: la posibilidad de haber concretado mi vocación profesional; la ocasión de conocer gente estupenda con quienes -a pesar de pensar distinto- pude entablar una genuina amistad; la lección de seriedad y humildad que me dieron los colegas que cambiaron su posición pública o privada pro abortista.

Desde luego, en estas “batallas”, San Josemaría es mi intercesor obligado. Pedro Montano, Profesor de Derecho Penal, Universidad de la República // Libro “San Josemaría y los uruguayos”, año 2002.

Saludos,

Departamento de Familia