La Virgen de Guadalupe

Era el 1 de mayo de 1970, cuando san Josemaría anunció su deseo de cruzar el Atlántico para postrarse a los pies de Santa María de Guadalupe. Recordando las circunstancias de aquel arranque de cariño filial a la Virgen, Mons. Echevarría -que le acompañó en el viaje- escribía veinticinco años después: “Me atrevería a asegurar -se lo oí en varias ocasiones- que Nuestra Señora le obligó a emprender aquella romería penitente, porque deseaba que allí, a los pies de esa imagen morena, pidiese su intercesión en favor del mundo, de la Iglesia, y de esta pequeña porción de la Iglesia, que es el Opus Dei”.

El 15 de mayo, de madrugada, san Josemaría llegó a la Ciudad de México. “He venido a ver a la Virgen de Guadalupe, y de paso a veros a vosotros”, anunció a sus hijos en los primeros saludos. Al día siguiente, 16 de mayo, sin esperar siquiera a aclimatarse al cambio de altura y horario, fue a la Basílica y comenzó su novena, que duró hasta el 24.

El primer día permaneció arrodillado en el presbiterio, durante más de hora y media. Con la mirada fija en el cuadro de la Virgen de Guadalupe, elevó una oración intensísima a Nuestra Madre, en la que con toda confianza le decía “Monstra te esse Matrem! Muestra que eres Madre (…). Si un hijo pequeño le pidiera esto a su madre, es seguro que no habría madre que no se conmoviera (…). Escúchanos: ¡yo sé que lo harás!”. En los siguientes días, pudo ocupar una tribuna lateral desde la que era posible rezar a muy poca distancia de la imagen, sin llamar la atención.

El último día de la novena, oración por los cinco continentes

El 24 de mayo de 1970, que cayó en domingo, llegó a la Villa de Guadalupe a las 16.40 de la tarde. Antes de subir a la tribuna fue, como siempre, a saludar al Santísimo Sacramento.

Ya en la tribuna, comenzó enseguida a hablar con la Virgen, reanudando las tertulias -así se expresaba san Josemaría- que estaba teniendo por aquellos días con Nuestra Señora de Guadalupe.

Me faltan las palabras para demostrarte mi alegría, tan grande, de estar junto a ti, Señora. Hijos míos, yo quiero -poniéndoos por testigos delante de Dios- decirle a Ella -que es nuestra Madre, y de la que nos sentimos orgullosos de ser hijos suyos- que he venido aquí porque, más aún en estos meses, le pido que no abandone a su Iglesia y que no nos abandone. Ya sé que no puede dejarnos, pero le insisto en que acorte el tiempo de la prueba, la tempestad que azota a la Barca de Pedro. Y acudo muy especialmente y con continuidad a su intercesión, porque confío en Ella con todas las fuerzas de mi alma.

Por las manos de la Virgen, sirviéndome de su Omnipotencia suplicante, necesito decir también a Dios Padre, a Dios Hijo, a Dios Espíritu Santo, que me pongo ante la Trinidad Beatísima con entera sumisión, con una entrega sin reservas; y repito -haciendo una oración sincera- la aceptación de la Voluntad de Dios que Ella manifestó con su fiat! Por eso, me marcharé de aquí dando gracias.

¡Señora, me entrego, me entrego totalmente: ya no pido! ¡Amo la Voluntad de tu Hijo! Nos abandonamos, descansamos, amamos y aceptamos sus designios, acatando en pleno la Voluntad de Dios.

Sabemos, Madre nuestra, que Tú nos darás los medios para sacar adelante este camino de caridad y de amor, y para extenderlo por todo el mundo (…).

Hemos mantenido estas tertulias tan cerca de tu imagen: ¡nueve días de intensa conversación filial contigo! Y hoy, una vez más, siempre con más amor y confianza, nosotros queremos presentarte la Iglesia; queremos, por tanto, presentarte a estos hijos e hijas tuyos del Opus Dei, que no buscan nada para sí mismos, que no alimentan ninguna ambición personal para su propio yo, porque están convencidos a fondo de que nuestro hogar es el tuyo, en el que se vive única y exclusivamente para Dios. ¡Míralos a todos y a todas, Señora!, ¡mírame a mí!, aunque estoy bien persuadido de que no soy digno ni de una miradica tuya. Pero, ne respicias peccata mea, sed fidem eorum! No mires mis miserias, que son tantas y de las que me duelo y avergüenzo y pido perdón. Mira a mis hijos, mira a mis hijas; mira cómo te aman con este fuego perenne de entrega, donde no hay motivos humanos.

¡No perseguimos ningún fin humano en nuestra entrega!: nos hemos entregado porque tu Hijo ha sido Quien nos lo ha pedido. ¡Virgen Santísima, protege a la Iglesia, salva a la Iglesia! (…). Y, a partir de ahora, no te sugiero nada. Me he atrevido a plantearte las cosas hasta aquí, pero siempre bajando la cabeza, porque soy un trapo sucio, aunque pienso que siempre he procurado moverme amando a toda hora la Sabiduría y la Voluntad de la Trinidad Beatísima.

Aún prolongó san Josemaría su oración en voz alta durante largo rato, con actos de amor a Dios y de abandono en la Voluntad divina, con acciones de gracias y actos de desagravio, con peticiones ardientes. Luego comenzó a rezar, con los demás, los quince misterios del Rosario: despacio, saboreando las escenas y las palabras.

Antes de comenzar los misterios gloriosos, dijo:

Ofreceremos el primero por la paz y la tranquilidad de Europa, de ese Continente en el que muchas naciones están bajo el comunismo.

No quiero guerras, y así te lo suplico, Madre nuestra, Reina de cielos y tierra. No quiero guerras, porque es el mayor flagelo que Dios puede permitir (…). En Europa falta paz: la paz para poder amar libremente a Dios. Señora, te insisto en mi súplica, para que llegue la paz de Cristo a todas las naciones.

Al terminar el primer misterio, san Josemaría dijo en voz alta:

Ofreceremos el segundo misterio a la Virgen de Guadalupe, pidiendo con muchísima fe y con muchísima esperanza que lleve la libertad y la paz de Cristo a los pueblos de Asia.

Me viene a la cabeza esa gran nación -grande por tantos motivos-: China (…). Rezo para que la semilla que han sembrado tantos y tantos, y la sangre y sufrimientos de muchos, vuelvan a dar frutos cuanto antes. Vamos a amar a ese pueblo y a todas las gentes de Asia, y vamos a pedir a la Madre de Dios, que haga entrar a esa humanidad por la luz de la paz de su Hijo…

El tercer misterio fue ofrecido por el Continente africano.

—Hijos míos, ahora África. Roguemos al Señor que quiera dar paz y libertad cristianas a África. Mirad que aquella tierra es una carga poderosísima de vitalidad (…). Debemos sentir muy hondo que es preciso que esos hermanos nuestros conozcan a Cristo y le amen…

Al terminar el rezo del tercer misterio, añadió:

—Ofreceremos la próxima decena del Santo Rosario para que Nuestra Señora, Nuestra Madre de Guadalupe, obtenga la paz para los pueblos de América, donde muchos se empeñan en que sea, en cambio, un nido de constante revolución.

Aquí, ante tu imagen, yo quiero dejar como un testamento a mis hijos de México: con tu intercesión, están obligados a llevar la semilla divina de tu Hijo; a trabajar con amor de Dios y por amor de Dios, desde el norte, ¡norte!, de este Continente, hasta la Tierra del Fuego.

Poco rato antes, en otro de los misterios del Rosario, el Fundador del opus Dei había rezado especialmente por México con las siguientes palabras:

—Deseo ahora pedir por México: por el pueblo, por la Jerarquía eclesiástica, por los sacerdotes -seculares o no-, por las autoridades civiles. Suplico a Nuestra Señora que proteja la estabilidad de este país (…).

Rezo por los que nos ayudan de una manera o de otra en la tarea apostólica. Rezo por los que no nos quieren, si los hay; rezo para que se den cuenta de que sólo queremos servir a todas las almas, con el fin de lograr que en el mundo entero únicamente haya una raza: la raza de los hijos de Dios.

Llegó por fin el quinto misterio glorioso:

—Esta última decena la ofrecemos por los pueblos de Oceanía, donde hay tan pocos católicos y poquísimo clero: ¡tantas islas…! (…). Sentimos la necesidad de acudir en su ayuda, porque nos interesan las almas de todo el mundo, y porque faltan brazos para atenderlas. No nos quedamos deprimidos ante esa desolación. La tarea apostólica y humana es ciertamente grande, pero contamos con el mandato imperativo de Dios y con la intercesión de Nuestra Señora, que es la Reina de la Victoria.

Nos acogemos a la protección de Santa María, porque bien seguros podemos estar de que cada uno de nosotros, en su propio estado -sacerdote o laico, soltero, casado o viudo-, si es fiel en el cumplimiento diario de sus obligaciones, alcanzará la victoria en esta tierra, la victoria de ser leales al Señor; llegaremos después al Cielo, y gozaremos para siempre de la amistad y del amor de Dios, con Santa María.

La novena ante la Virgen de Guadalupe llegaba a su fin. Eran ya las seis y media de la tarde.

—Hijos míos, antes de comenzar las tres Avemarías invocándole como Hija, Madre, y Esposa de Dios, y antes de seguir con las letanías, quiero agradecer vivamente a mi Madre Santísima del Cielo la alegría inmensa de estas horas de tertulia que hemos pasado en su compañía, con la imagen suya tan cerca. Y deseo decirle que me cuesta arrancar: ¡han sido unos días tan humanos y tan sobrenaturales! Además, hoy terminamos pronunciando abandonadamente un fiat!, porque Tú no abandonas a tus hijos.

Repetid conmigo, cada uno en el fondo de su corazón, con alegría y con paz: hágase, cúmplase, sea alabada y eternamente ensalzada la justísima y amabilísima Voluntad de Dios sobre todas las cosas. Amén. Amén. Amén.

Santa María de Guadalupe, Asiento de la Sabiduría, Esperanza nuestra, ¡ruega por nosotros!

Mientras bajaban la escalera, visiblemente contento, comentó:

— ¡Qué alegría! Al final no le hemos pedido nada, le hemos dicho llenos de confianza: fiat!

Don Álvaro del Portillo, el más cercano colaborador del fundador del Opus Dei, y primer sucesor, apostilló:

— ¡Después de haberle pedido tanto…!

Y san Josemaría concluyó:

—Nos hemos puesto en sus brazos. Ella arreglará todo. Estoy seguro de que ya está arreglado en estos momentos.

Saludos,

Departamento de Familia