Ahora, la mayor parte de vosotros sois jóvenes; atravesáis esa etapa formidable de plenitud de vida, que rebosa de energías. Pero pasa el tiempo, e inexorablemente empieza a notarse el desgaste físico; vienen después las limitaciones de la madurez, y por último los achaques de la ancianidad. Además, cualquiera de nosotros, en cualquier momento, puede caer enfermo o sufrir algún trastorno corporal.
Sólo si aprovechamos con rectitud –cristianamente- las épocas de bienestar físico, los tiempos buenos, aceptaremos también con alegría sobrenatural los sucesos que la gente equivocadamente califica de malos. Sin descender a demasiados detalles, deseo transmitiros mi personal experiencia. Mientras estamos enfermos, podemos ser cargantes: no me atienden bien, nadie se preocupa de mí, no me cuidan como merezco, ninguno me comprende… El diablo, que anda siempre al acecho, ataca por cualquier flanco; y en la enfermedad, su táctica consiste en fomentar una especie de psicosis, que aparte de Dios, que amargue el ambiente, o que destruya ese tesoro de méritos que, para bien de todas las almas, se alcanza cuando se lleva con optimismo sobrenatural -¡cuando se ama!- el dolor. Por lo tanto, si es voluntad de Dios que nos alcance el zarpazo de la aflicción, tomadlo como señal de que nos considera maduros para asociarnos más estrechamente a su Cruz redentora. (Amigos de Dios, 124).
Si se puede, evitarlos
Chapoteas en las tentaciones, te pones en peligro, juegas con la vista y con la imaginación, charlas de… estupideces. Y luego te asustas de que te asalten dudas, escrúpulos, confusiones, tristeza y desaliento.
Has de concederme que eres poco consecuente. (Surco, 132).
Si la imaginación bulle alrededor de ti mismo, crea situaciones ilusorias, composiciones de lugar que, de ordinario, no encajan con tu camino, te distraen tontamente, te enfrían, y te apartan de la presencia de Dios. Vanidad.
Si la imaginación revuelve sobre los demás, fácilmente caes en el defecto de juzgar -cuando no tienes esa misión-, e interpretas de modo rastrero y poco objetivo su comportamiento. Juicios temerarios.
Si la imaginación revolotea sobre tus propios talentos y modos de decir, o sobre el clima de admiración que despiertas en los demás, te expones a perder la rectitud de intención, y a dar pábulo a la soberbia.
Generalmente, soltar la imaginación supone una pérdida de tiempo, pero, además, cuando no se la domina, abre paso a un filón de tentaciones voluntarias. ¡No abandones ningún día la mortificación interior! (Surco, 135).
Afrontarlos con el Señor
La alegría, el optimismo sobrenatural y humano, son compatibles con el cansancio físico, con el dolor, con las lágrimas -porque tenemos corazón-, con las dificultades en nuestra vida interior o en la tarea apostólica.
El, “perfectus Deus, perfectus Homo -perfecto Dios y perfecto Hombre-, que tenía toda la felicidad del Cielo, quiso experimentar la fatiga y el cansancio, el llanto y el dolor…, para que entendamos que ser sobrenaturales supone ser muy humanos. (Forja, 290).
Mira lo que me escribían hace tiempo, y que recogí pensando en algunos que ingenuamente consideran que la gracia prescinde de la naturaleza: “Padre: desde hace unos días estoy con una pereza y una apatía tremendas, para cumplir el plan de vida; todo lo hago a la fuerza y con muy poco espíritu. Ruegue por mí para que pase pronto esta crisis, que me hace sufrir mucho pensando en que puede desviarme del camino”.
Me limité a contestar: ¿no sabías que el Amor exige sacrificio? Lee despacio las palabras del Maestro: “quien no toma su Cruz «cotidie» cada día, no es digno de Mí”. Y más adelante: “no os dejaré huérfanos…”. El Señor permite esa aridez tuya, que tan dura se te hace, para que le ames más, para que confíes sólo en Él, para que con la Cruz corredimas, para que le encuentres. (Surco, 149).
Me comentabas, todavía indeciso: ¡cómo se notan esos tiempos en los que el Señor me pide más!
Sólo se me ocurrió recordarte: me asegurabas que únicamente querías identificarte con Él, ¿por qué te resistes? (Forja, 288).
Dame, Jesús, Cruz sin cirineos. Digo mal: tu gracia, tu ayuda me hará falta, como para todo; sé Tú mi Cirineo. Contigo, mi Dios, no hay prueba que me espante…
—Pero, ¿y si la Cruz fuera el tedio, la tristeza? —Yo te digo, Señor, que, Contigo, estaría alegremente triste. (Forja,252).
Enfados
Serenidad. ¿Por qué has de enfadarte si enfadándote ofendes a Dios, molestas al prójimo, pasas tú mismo un mal rato… y te has de desenfadar al fin? (Camino, 8).
Si alguno dice que no puede aguantar esto o aquello, que le resulta imposible callar, está exagerando para justificarse. Hay que pedir a Dios la fuerza para saber dominar el propio capricho; la gracia, para saber tener el dominio de sí mismo. Porque los peligros de un enfado están ahí: en que se pierda el control y las palabras se puedan llenar de amargura, y lleguen a ofender y, aunque tal vez no se deseaba, a herir y a hacer daño.
Debemos acostumbrarnos a pensar que nunca tenemos toda la razón. Incluso se puede decir que, en asuntos de ordinario tan opinables, mientras más seguro se está de tener toda la razón, tanto más indudable es que no la tenemos. Discurriendo de este modo, resulta luego más sencillo rectificar y, si hace falta, pedir perdón, que es la mejor manera de acabar con un enfado: así se llega a la paz y al cariño. No os animo a pelear: pero es razonable que peleemos alguna vez con los que más queremos, que son los que habitualmente viven con nosotros. No vamos a reñir con el preste Juan de las Indias.
A veces nos tomamos demasiado en serio. Todos nos enfadamos de cuando en cuando; en ocasiones, porque es necesario; otras veces, porque nos falta espíritu de mortificación. Lo importante es demostrar que esos enfados no quiebran el afecto, reanudando la intimidad familiar con una sonrisa. (Conversaciones, 108).
La solución es amar. San Juan Apóstol escribe unas palabras que a mí me hieren mucho: “qui autem timet, non est perfectus in caritate. Yo lo traduzco así, casi al pie de la letra: el que tiene miedo, no sabe querer.
—Luego tú, que tienes amor y sabes querer, ¡no puedes tener miedo a nada! ¡Adelante!
(Forja, 260).
Nunca estamos solos
«Necesito tu ayuda: que ni el más pequeño de tus malos ratos sea estéril: ofrécelo por la Obra. Que tu oración y tu vida toda -con una particular Comunión de los Santos- participe de la oración y del vivir de los nuestros”. (Carta de San Josemaría Escrivá a Alejandro de la Sota, Burgos 5-III-1938).
Vivid una particular Comunión de los Santos: y cada uno sentirá, a la hora de la lucha interior, lo mismo que a la hora del trabajo profesional, la alegría y la fuerza de no estar solo. (Camino, 545).
Hoy, por vez primera, has tenido la sensación de que todo se hace más sencillo, de que se te “descomplica” todo: ves eliminados, por fin, problemas que te preocupaban. Y comprendes que estarán más y mejor resueltos, cuanto más te abandones en los brazos de tu Padre Dios.
¿A qué esperas para conducirte siempre -¡éste ha de ser el motivo de tu vivir!- como un hijo de Dios? (Forja, 226).
Dirígete a la Virgen -Madre, Hija, Esposa de Dios, Madre nuestra-, y pídele que te obtenga de la Trinidad Beatísima más gracias: la gracia de la fe, de la esperanza, del amor, de la contrición, para que, cuando en la vida parezca que sopla un viento fuerte, seco, capaz de agostar esas flores del alma, no agoste las tuyas…, ni las de tus hermanos. (Forja, 227). San Josemaría Escrivá. Para hablar con Dios. Los “malos ratos”.
Saludos,
Departamento de Familia