San Josemaría, Maestro de oración en la vida ordinaria

Entre los maestros de espiritualidad de la historia de la Iglesia, san Josemaría Escrivá ocupa un lugar propio por varios motivos. Ante todo, por tratarse de un santo de nuestros días (fue canonizado por Juan Pablo II en el año 2002), que ha difundido la llamada universal a la santidad, de manera concreta, entre millares y millares de cristianos.

Para alcanzar la santidad, resulta imprescindible mantener un trato habitual con Dios o, dicho de otro modo, rezar. Pero este medio no consiste sólo en desgranar plegarias vocales; es hablar con Dios, poniendo en ejercicio todas las capacidades humanas: el alma y el cuerpo, la cabeza y el corazón, la doctrina y los afectos. Ser santos significa parecerse a Jesucristo: cuanto más le imitemos, cuanto más nos asemejemos a Él, desarrollando con la gracia y nuestro esfuerzo la identificación sacramental recibida en el Bautismo, mayor santidad, mayor identificación con el Maestro alcanzaremos. De ahí la importancia de esa “conversación habitual” con Él. “¿Santo, sin oración?”, se pregunta san Josemaría en uno de sus libros más difundidos. Y responde concisamente: “No creo en esa santidad” (Camino, 107).

Contemplativo itinerante

Dios concedió al Fundador del Opus Dei, entre otros, el don de enseñar de modo práctico que los hombres y las mujeres que se desenvuelven en medio de las actividades terrenas -en el trabajo, en la familia, en los más variados y honrados ambientes profesionales y sociales-, pueden y deben aspirar a la santidad sin descuidar los quehaceres temporales; al contrario, han de servirse precisamente de esas incidencias para buscar a Dios, encontrarle y amarle. Por eso, ha merecido que la Santa Sede le llamara contemplativo itinerante en el Decreto con el que se reconoce que practicó, en grado heroico, todas las virtudes cristianas, paso previo para la canonización.

Este resumen de lo que fue la vida de san Josemaría comporta consecuencias muy importantes. En primer lugar, que no hay ningún género de vida -si no se opone a la ley de Dios- que no pueda ser santificado; que a nadie se le niega la gracia para llegar a ser verdaderamente contemplativo; que resulta posible mantener la presencia de Dios en medio de las tareas más absorbentes, relacionarnos con Él en el fragor del mundo, sin abandonar el lugar que cada uno ocupa en la sociedad. En definitiva: conducirse como un hombre o una mujer de oración no está reservado sólo a quienes -acogiendo una llamada especial- siguen la vida sacerdotal o religiosa. La vida contemplativa, precisamente por tratarse de un requisito en el camino de la santidad, se nos presenta como camino al alcance de todos.

San Josemaría Escrivá fue llamado por Dios, no sólo para proclamar este mensaje, sino para enseñar a asumirlo, sin rebajar ninguna de sus exigencias. Su ejemplo, las enseñanzas que transmite en sus escritos y, sobre todo, la realidad de innumerables personas que se inspiran en su espíritu para santificarse en medio de los asuntos terrenos, constituyen una expresión clara de la validez de lo que afirmó después el Concilio Vaticano II sobre la llamada universal a la santidad. También reflejan un modo concreto de llevar a la práctica la propuesta de Juan Pablo II, de cara al nuevo milenio, cuando exhortó a los cristianos a profundizar en el “arte de la oración” para aspirar a una “medida alta” de la santidad en la situación de cada día.

Antes de mostrar algunos de los puntos fundamentales de las enseñanzas sobre la oración de este maestro de vida cristiana, recojo el comienzo de una homilía que lleva el significativo título de “Vida de oración”. Escribe san Josemaría: “Siempre que sentimos en nuestro corazón deseos de mejorar, de responder más generosamente al Señor, y buscamos una guía, un norte claro para nuestra existencia cristiana, el Espíritu Santo trae a nuestra memoria las palabras del Evangelio: Conviene orar perseverantemente y no desfallecer (Lc 18,1). La oración es el fundamento de toda labor sobrenatural; con la oración somos omnipotentes y, si prescindiésemos de este recurso, no lograríamos nada” (Amigos de Dios, 238). Mons. Javier Echevarría, “Magnificat”, octubre, 2006.

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Departamento de Familia