A diferencia de Jesús –obediente hasta la muerte y muerte de cruz–, la obediencia de los hombres ofrece muchas deficiencias. En el ámbito familiar y en nuestra relación con Dios, la obediencia y el amor están estrechamente unidos: solo por amor se obedece de verdad y se obedece con gusto.
En la parábola de los talentos, Jesús nos enseña que los dones recibidos no deben ser escondidos, sino puestos al servicio de su plan. Dios nos ha dado vida, dones, tiempo y muchas oportunidades con un propósito: administrarlos y hacerlos producir.
Obedecemos a Dios cuando aprovechamos nuestros talentos para servir a los demás, y no únicamente a nosotros mismos. Como el padre de familia que cuida con amor de sus hijos, respeta a su cónyuge y da lo mejor de sí por el bienestar de los suyos; como el hijo que cumple con responsabilidad sus tareas y obedece a sus padres; o como los hermanos que, en lugar de pelear, se ayudan mutuamente.
Sin embargo, muchos dones permanecen escondidos: por miedo, por comodidad o por falta de amor. Cuando no obedecemos, enterramos nuestras oportunidades de amar, de servir, de construir el Reino de Dios.
Miremos en nuestro interior: ¡tenemos tanto que dar! No permitamos que nuestra vida sea una vida estéril. Obedecer implica actuar y confiar en lo que Dios nos ha dado.
Departamento de Familia