Preparar la venida del Señor

«Dios todopoderoso, aviva en tus fieles, al comenzar el Adviento, el deseo de salir al encuentro de Cristo, que viene, acompañados por las buenas obras, para que, colocados un día a su derecha, merezcan poseer el reino eterno». Estas palabras de la oración colecta del primer domingo de Adviento, iluminan con gran eficacia el peculiar carácter de este tiempo, con el que se da inicio al Año litúrgico. Haciéndose eco de la actitud de las vírgenes prudentes de la parábola evangélica, que supieron tener a punto el aceite para las bodas del Esposo, la Iglesia llama a sus hijos a vigilar, a estar despiertos para recibir a Cristo que pasa, a Cristo que viene.

Tiempo de presencia

El deseo de salir al encuentro, de preparar la venida del Señor, nos pone ante el término griego parusía, que el latín traduce como adventus, de donde surge la palabra Adviento. De hecho, adventus se puede traducir como “presencia”, “llegada”, “venida”. No se trata, por lo demás, de una palabra acuñada por los cristianos: en la Antigüedad se usaba en ámbito profano para designar la primera visita oficial de un personaje importante -el rey, el emperador o uno de sus funcionarios- con motivo de su toma de posesión. También podía indicar la venida de la divinidad, que sale de su ocultamiento para manifestarse con fuerza, o que se celebra en el culto. Los cristianos adoptaron el término para expresar su relación con Jesucristo: Jesús es el Rey que ha entrado en esta pobre “provincia”, nuestra tierra, para visitar a todos; un Rey que invita a participar en la fiesta de su Adviento a todos los que creen en Él, a todos los que están seguros de su presencia entre nosotros.

Al decir adventus, los cristianos afirmaban, sencillamente, que Dios está aquí: el Señor no se ha retirado del mundo, no nos ha dejado solos. Aunque no podamos verlo o tocarlo, como sucede con las realidades sensibles, Él está aquí y viene a visitarnos de muchos modos: en la lectura de la Sagrada Escritura; en los sacramentos, especialmente en la Eucaristía; en el año litúrgico; en la vida de los santos; en tantos episodios, más o menos prosaicos, de la vida cotidiana; en la belleza de la creación… Dios nos ama, conoce nuestro nombre, todo lo nuestro le interesa y está siempre presente junto a nosotros. Esta seguridad de su presencia, que la liturgia del Adviento nos sugiere discretamente, pero con constancia a lo largo de estas semanas, ¿no esboza una imagen nueva del mundo ante nuestros ojos? “Esta certeza que nos da la fe hace que miremos lo que nos rodea con una luz nueva, y que, permaneciendo todo igual, advirtamos que todo es distinto, porque todo es expresión del amor de Dios”.

Una memoria agradecida

El Adviento nos invita a detenernos, en silencio, para captar la presencia de Dios. Son días en los que volver a considerar, con palabras de san Josemaría, que “Dios está junto a nosotros de continuo. -Vivimos como si el Señor estuviera allá lejos, donde brillan las estrellas, y no consideramos que también está siempre a nuestro lado. Y está como un Padre amoroso -a cada uno de nosotros nos quiere más que todas las madres del mundo pueden querer a sus hijos-, ayudándonos, inspirándonos, bendiciendo… y perdonando”.

Si nos empapamos de esta realidad, si la consideramos con frecuencia en el tiempo de Adviento, nos sentiremos animados a dirigirle la palabra con confianza en la oración, y muchas veces durante el día; le presentaremos los sufrimientos que nos entristecen, la impaciencia y las preguntas que brotan de nuestro corazón. Es este un momento oportuno para que crezca en nosotros la seguridad de que Él nos escucha siempre. «A ti, Señor, levanto mi alma: Dios mío, en ti confío; no quede yo defraudado».

Comprenderemos también cómo los giros a veces inesperados que toma cada día son gestos personalísimos que Dios nos dirige, signos de su mirada atenta sobre cada uno de nosotros. Sucede que solemos estar muy atentos a los problemas, a las dificultades, y a veces apenas nos quedan fuerzas para percibir tantas cosas hermosas y buenas que vienen del Señor. El Adviento es un tiempo para considerar, con más frecuencia, cómo Él nos ha protegido, guiado y ayudado en las vicisitudes de nuestra vida; para alabarlo por todo lo que ha hecho y sigue haciendo por nosotros.

Ese estar despiertos y vigilantes ante los detalles de nuestro Padre del cielo, cuaja en acciones de gracias. Se crea así en nosotros una memoria del bien que nos ayuda incluso en la hora oscura de las dificultades, de los problemas, de la enfermedad, del dolor. «La alegría evangelizadora -escribe el Papa- siempre brilla sobre el trasfondo de la memoria agradecida: es una gracia que necesitamos pedir».

El Adviento nos invita a escribir, por decirlo así, un diario interior de este amor de Dios por nosotros. “Me figuro -decía san Josemaría- que vosotros como yo, al pensar en las circunstancias que han acompañado vuestra decisión de esforzaros para vivir enteramente la fe, daréis muchas gracias al Señor, tendréis el convencimiento sincero -sin falsas humildades- de que no hay mérito alguno por vuestra parte”.

Dios viene

Dominus veniet! ¡Dios viene! Esta breve exclamación abre el tiempo de Adviento y resuena especialmente a lo largo de estas semanas, y después, durante todo el año litúrgico. ¡Dios viene! No se trata simplemente de que Dios haya venido, de algo del pasado; ni tampoco es un simple anuncio de que Dios vendrá, en un futuro que podría no tener excesiva trascendencia para nuestro hoy y ahora. Dios viene: se trata de una acción siempre en marcha; está ocurriendo, ocurre ahora y seguirá ocurriendo conforme trascurra el tiempo. En todo momento, “Dios viene”: en cada instante de la historia, sigue diciendo el Señor: «mi Padre no deja de trabajar, y yo también trabajo».

El Adviento nos invita a tomar conciencia de esta verdad y a actuar de acuerdo con ella. «Ya es hora de que despertéis del sueño»; «estad siempre despiertos»; «lo que a vosotros os digo, a todos lo digo: ¡velad!». Son llamadas de la Sagrada Escritura en las lecturas del primer domingo de Adviento que nos recuerdan estas constantes venidas, adventus, del Señor. No ayer, no mañana, sino hoy, ahora. Dios no está solo en el cielo, desinteresado de nosotros y de nuestra historia; en realidad, Él es el Dios que viene. La meditación atenta de los textos de la liturgia del Adviento nos ayuda a prepararnos, para que su presencia no nos pase desapercibida.

Para los Padres de la Iglesia, la “venida” de Dios -continúa y, por decirlo así, connatural con su mismo ser- se concentra en las dos principales venidas de Cristo: la de su encarnación y la de su vuelta gloriosa al fin de la historia. El tiempo de Adviento se desarrolla entre estos dos polos. En los primeros días se subraya la espera de la última venida del Señor al final de los tiempos. Y, a medida que se acerca la Navidad, va abriéndose camino la memoria del acontecimiento de Belén, en el que se reconoce la plenitud del tiempo. «Por estas dos razones, el Adviento se nos manifiesta como tiempo de una expectación piadosa y alegre».

El prefacio I de Adviento sintetiza este doble motivo: «al venir por vez primera en la humildad de nuestra carne, [el Señor] realizó el plan de redención trazado desde antiguo y nos abrió el camino de la salvación; para que cuando venga de nuevo en la majestad de su gloria, revelando así la plenitud de su obra, podamos recibir los bienes prometidos que ahora, en vigilante espera, confiamos alcanzar».

Días de espera y esperanza

Una nota fundamental del Adviento es, por tanto, la de la espera; pero una espera que el Señor viene a convertir en esperanza. La experiencia nos muestra que nos pasamos la vida esperando: cuando somos niños queremos crecer; en la juventud aspiramos a un amor grande, que nos llene; cuando somos adultos buscamos la realización en la profesión, el éxito determinante para el resto de nuestra vida; cuando llegamos a la edad avanzada aspiramos al merecido descanso. Sin embargo, cuando estas esperanzas se cumplen, o también cuando naufragan, percibimos que esto, en realidad, no lo era todo. Necesitamos una esperanza que vaya más allá de lo que podemos imaginar, que nos sorprenda. Así, aunque existen esperanzas más o menos pequeñas, que día a día nos mantienen en camino, en realidad, sin la gran esperanza -la que nace del Amor que el Espíritu Santo ha puesto en nuestro corazón y aspira a ese Amor-, todas las demás no bastan.

El Adviento nos anima a preguntarnos: ¿Qué esperamos? ¿Cuál es nuestra esperanza? O, más en profundidad, ¿qué sentido tiene mi presente, mi hoy y ahora? «Si el tiempo no está lleno de un presente cargado de sentido -decía Benedicto XVI- la espera puede resultar insoportable; si se espera algo, pero en este momento no hay nada, es decir, si el presente está vacío, cada instante que pasa parece exageradamente largo, y la espera se transforma en un peso demasiado grande, porque el futuro es del todo incierto. En cambio, cuando el tiempo está cargado de sentido, y en cada instante percibimos algo específico y positivo, entonces la alegría de la espera hace más valioso el presente».

Un Belén para nuestro Dios

Nuestro tiempo presente tiene un sentido porque el Mesías, esperado durante siglos, nace en Belén. Junto a María y José, con la asistencia de nuestros Ángeles Custodios, le esperamos con renovada ilusión. Al venir Cristo entre nosotros, nos ofrece el don de su amor y de su salvación. Para los cristianos, la esperanza está animada por una certeza: el Señor está presente a lo largo de toda nuestra vida, en el trabajo y en los afanes cotidianos; nos acompaña, y un día enjugará también nuestras lágrimas. Un día, no demasiado lejano, todo encontrará su cumplimiento en el reino de Dios, reino de justicia y de paz. «El tiempo de Adviento nos devuelve el horizonte de la esperanza, una esperanza que no decepciona porque está fundada en la Palabra de Dios. Una esperanza que no decepciona, sencillamente porque el Señor no decepciona jamás».

El Adviento es un tiempo de presencia y de espera de lo eterno; un tiempo de alegría, de una alegría íntima que nada puede eliminar: «os volveré a ver, promete Jesús a sus discípulos, y se os alegrará el corazón, y nadie os quitará vuestra alegría». El gozo en el momento de la espera es una actitud profundamente cristiana, que vemos plasmada en la Santísima Virgen: Ella, desde el momento de la Anunciación, «esperó con inefable amor de madre» la venida de su Hijo, Jesucristo.

Por eso, Ella también nos enseña a aguardar la llegada el Señor, al mismo tiempo que nos preparamos interiormente para ese encuentro, con la ilusión de “construir con el corazón un Belén para nuestro Dios”. Juan José Silvestre.

Saludos,    

Departamento de Familia