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¿Qué ven nuestros ojos?

María y José cumplieron con la ley, y llevando dos tórtolas, acudieron al templo a presentar al Niño Jesús. Por otro lado, un hombre llamado Simeón esperaba con ansias encontrarse con el Mesías.

María, concebida sin pecado, no necesitaba purificarse, su parto fue virginal y santo. Jesús tampoco tenía necesidad de ser presentado en el templo, pues es el Hijo de Dios, el Santo por excelencia. Sin embargo, ambos cumplieron con humildad y obediencia la Ley de Moisés, mostrándonos que el camino a la santidad pasa por la fidelidad a la voluntad divina, incluso en lo pequeño.

Simeón, un anciano justo, aguardaba lleno de esperanza este momento.  El Espíritu Santo le había revelado que no moriría sin verlo. Su espera perseverante y su docilidad al Espíritu de Dios le permitieron reconocer al Salvador en un pequeño bebé, en brazos de una sencilla madre.

El Señor le concedió a Simeón los ojos para ver y descubrirlo. Sin su ayuda, solo hubiera podido ver a un niño, como tanto otros, que llegaban al templo. Dios entra en el templo de nuestras vidas, Él siempre está, pero nosotros no siempre lo vemos.  Solo necesitamos mirarlo con los ojos del corazón.

Pidámosle que nos conceda esa mirada, para encontrarlo en cada instante de nuestra vida, y así podamos sorprendernos con su presencia.

Departamento de Familia