Jesús pasó por la tierra sirviendo, siendo Rey, vino a este mundo a servir. Él demostró su amor a través de la entrega generosa y constante, dando todo y hasta el final. Ahora nos pide que hagamos lo mismo, nos invita a replicar su ejemplo en actos grandes o pequeños, como una respuesta al amor que de Dios hemos recibido.
Dios ejerció su poder sirviendo; su corazón no es indiferente; no escatima ningún esfuerzo ante el bien del otro. Caminó entre nosotros sanando, perdonando, marcando nuestras vidas.
¿Por qué nos cuesta servir? Quizá vivimos muy acelerados y no nos detenemos a ver quién nos necesita; o pensamos que si damos todo pueden aprovecharse de nuestra bondad. Otros, tal vez prefieren no ver para no incomodarse y -poniendo por delante su bienestar personal- evitan cualquier esfuerzo, antes que salir de ellos mismos y ayudar a los demás.
A servir se aprende sirviendo, y es el hogar el lugar perfecto para empezar a aprender. Ayudar en casa, tratar bien a los vecinos, colaborar con la comunidad y, sobre todo, servirnos entre los miembros de la familia: entre esposos, entre padres e hijos, entre hermanos.
El servicio agranda nuestro corazón, es la más grande muestra de amor a Dios y a los demás. Así como Jesús no nos dejó de amar ni de servir ni un instante hasta su muerte en la Cruz, nosotros tampoco pongamos límites a nuestra entrega.
“Si dejamos que Cristo reine en nuestra alma, no nos convertiremos en dominadores, seremos servidores de todos los hombres. Servicio. ¡Cómo me gusta esta palabra! Servir a mi Rey y, por Él, a todos los que han sido redimidos con su sangre” (Es Cristo que pasa, n. 182).
Departamento de Familia