La doctrina de la Iglesia nos dice que la esperanza es una de las tres virtudes teologales, que Dios siembra por medio del Espíritu Santo en nuestros corazones. El Catecismo de la Iglesia afirma que es la virtud por la que aspiramos al reino de los cielos y a la vida eterna, poniendo nuestra confianza en las promesas de Cristo, y apoyándonos no en nuestras fuerzas sino en los auxilios de la gracia del Espíritu Santo.
San Juan Pablo II nos recuerda que “al don de la esperanza hay que prestarle una atención particular, sobre todo en nuestro tiempo, en el que muchos hombres y no pocos cristianos se debaten entre la ilusión y el mito de una capacidad infinita de auto-redención y de realización de sí mismos, y la tentación del pesimismo al sufrir frecuentes decepciones y derrotas”.
Es cierto que día a día constatamos los numerosos peligros que amenazan el futuro de la humanidad, y nos rodean muchas dudas e inseguridades que a menudo nos hacen sentir incapaces de afrontarlas.
San Juan Pablo II nos dice que “por este motivo, el Dios que se nos ha revelado en la plenitud de los tiempos en Jesucristo, es verdaderamente el Dios de la esperanza, que llena a los creyentes de alegría y paz, haciéndolos rebosar de esperanza por la fuerza del Espíritu Santo. Los cristianos, por tanto, están llamados a ser testigos en el mundo de esta gozosa experiencia, siempre dispuestos a dar respuesta a todo el que les pida razón de su esperanza”.
Aunque algunas veces la vida se vea como un túnel oscuro, al final siempre encontraremos el resplandor de la esperanza, que nos hace entender que Dios no pierde batallas.
Saludos,
Departamento de Familia