Sucedió, después, que marchó a una ciudad llamada Naím, e iban con él sus discípulos y una gran muchedumbre. Al acercarse a la puerta de la ciudad, he aquí que llevaban a enterrar un difunto, hijo único de su madre, que era viuda, y la acompañaba una gran muchedumbre de la ciudad.
Al verla, el Señor se compadeció de ella y le dijo: No llores. Se acercó y tocó el féretro. Los que lo llevaban se detuvieron; y dijo: Muchacho, a ti te digo, levántate. Y el que estaba muerto se incorporó y comenzó a hablar; y se lo entregó a su madre.
Y se llenaron todos de temor y glorificaban a Dios diciendo: Un gran profeta ha surgido entre nosotros, y Dios ha visitado a su pueblo (Lc 7,11-16).
Recordad la escena que nos cuenta San Lucas, cuando Cristo andaba cerca de la ciudad de Naím (Cfr. Lc 7,11-17). Jesús ve la congoja de aquellas personas, con las que se cruzaba ocasionalmente. Podía haber pasado de largo, o esperar una llamada, una petición. Pero ni se va ni espera. Toma la iniciativa, movido por la aflicción de una mujer viuda, que había perdido lo único que le quedaba, su hijo.
El evangelista explica que Jesús se compadeció: quizá se conmovería también exteriormente, como en la muerte de Lázaro. No era, no es Jesucristo insensible ante el padecimiento, que nace del amor, ni se goza en separar a los hijos de los padres: supera la muerte para dar la vida, para que estén cerca los que se quieren, exigiendo antes y a la vez la preeminencia del Amor divino que ha de informar la auténtica existencia cristiana.
Cristo conoce que le rodea una multitud, que permanecerá pasmada ante el milagro e irá pregonando el suceso por toda la comarca. Pero el Señor no actúa artificialmente, para realizar un gesto: se siente sencillamente afectado por el sufrimiento de aquella mujer, y no puede dejar de consolarla. En efecto, se acercó a ella y le dijo: no llores (Lc 7,13). Que es como darle a entender: no quiero verte en lágrimas, porque yo he venido a traer a la tierra el gozo y la paz. Luego tiene lugar el milagro, manifestación del poder de Cristo Dios. Pero antes fue la conmoción de su alma, manifestación evidente de la ternura del Corazón de Cristo Hombre.
Si no aprendemos de Jesús, no amaremos nunca. Si pensásemos, como algunos, que conservar un corazón limpio, digno de Dios, significa no mezclarlo, no contaminarlo con afectos humanos, entonces el resultado lógico sería hacernos insensibles ante el dolor de los demás. Seríamos capaces sólo de una caridad oficial, seca y sin alma, no de la verdadera caridad de Jesucristo, que es cariño, calor humano. Con esto no doy pie a falsas teorías, que son tristes excusas para desviar los corazones -apartándolos de Dios-, y llevarlos a malas ocasiones y a la perdición (…).
Si queremos ayudar a los demás, hemos de amarles, insisto, con un amor que sea comprensión y entrega, afecto y voluntaria humildad. Así entenderemos por qué el Señor decidió resumir toda la Ley en ese doble mandamiento, que es en realidad un mandamiento solo: el amor a Dios y el amor al prójimo, con todo nuestro corazón. (Es Cristo que pasa, 166-167).
Saludos,
Departamento de Familia